“Dolores” breve obra en la que se cita a San Juan de Aznalfarache 1842

El acceso de Sevilla al Aljarafe, a través de San Juan de Aznalfarache, cercano también al camino entre Castilleja y San Juan de Alfarache (denominación de San Juan de Aznalfarache hasta el siglo XIX).

“Dolores”, breve obra de teatro en la que se cita en tres ocasiones a San Juan de Aznalfarache y en la que se hace una pequeña descripción del entorno del río con los barcos de la época. Artículo encontrado en el periódico semanal, artístico y literario “El Genil”, número 2, del domingo 27 de noviembre de 1842.

En una noche lluviosa del mes de enero, cruzaba los espesos olivares que rodean la pintoresca ciudad de Sevilla, con dirección a una quinta, no muy distante de Castilleja, el joven D. Féliz Mendoza, montado en un gallardo potro andaluz y cubierto con una manta para resguardarse de la inclemencia del tiempo.

Ya hacía más de una hora que caminaba, embebido en sus ideas, cuando el ladrido de un perro y el tibio resplandor de una luz, distante unos cien pasos del sitio donde se hallaba, vinieron a sacarle de su distracción; y un relincho de su caballo le dio a conocer que tocaba el término de su viaje, y que el animal veía próximo el momento de descansar.

Con efecto, no bien llegó a la puerta de la hacienda, dio dos fuertes aldabonazos, que repitieron los ecos de la sierra vecina y, después de una corta pausa, se abrió de par en par el postigo, por el cual se apresuró a entrar en su casa con el caballo. Una preciosa joven salió a recibirlo apresurada y, quitándole de los hombros la manta y, agarrándole de la mano, le condujo delante del hogar, en el que ardía un robusto tronco de encina.

-¡Gracias a Dios que has llegado, amigo mío!, le dijo ella, después de haberle dejado en su asiento. Me has tenido muy cuidadosa. ¿Por qué te has tardado de este modo?

Féliz la miraba con una expresión singular y acariciaba, en silencio, los hermosos cabellos rubios de la joven.

-¿Qué tienes?, repuso ella. ¿No haces caso de mis caricias?

-Sí, Dolores. ¿Cómo podría yo mirar con indiferencia a un ángel como tú, que se desvela tanto por mis pesares? Sólo es que tengo esta noche una tristeza que me destroza el alma.

-¿Y por qué es eso, amigo mío?, le dijo ella con una candidez infantil.

-Dolores… Tú eres mi única amiga, tú eres mi esposa… Y me has dado siempre pruebas de un amor muy verdadero. Pues bien, yo creo en tu amor… Pero hay un hombre…

-¿Un hombre?, repuso la joven asombrada.

-Sí, un hombre que te ama y puede separarnos.

-¿Separarnos? ¿Pues no soy yo tu esposa? ¿No es tu cariño el que hace la felicidad de mi vida? Ah, no, yo no me separo de ti, si primero no hacen pedazos mi corazón.

-Oh, ¿quién no es feliz a tu lado, ángel del cielo? Y ese cobarde…

-Pero, cuéntame, amigo mío, cuéntame. ¿Qué peligros nos amenazan?

-Dolores, yo no quiero ocultarte nada, ya que, tal vez, se acerca el momento de nuestra separación; de una separación que puede ser eterna, porque acaso concluya con mi muerte. Pues bien, júrame no ser de otro hombre si yo dejo de existir y arrostraré con serenidad los infortunios que me esperan.

-¡Yo te lo juro!, dijo Dolores enternecida.

-Hay en Sevilla un hombre infame, que se ha enamorado de ti. Este hombre no hace cesado de perseguirnos, mientras hemos permanecido en la ciudad. Y tú nada has notado, porque eres demasiado buena para fijar la atención en otro hombre que no sea tu marido. Mis ojos, sin embargo, le han sorprendido, más de una vez, devorándote en la iglesia con sus miradas, y he aquí la causa de mis deseos de retirarme contigo a esta posesión. El malvado no ha cedido por eso de sus viles intentos; ha espiado secretamente todas mis acciones; ha encontrado cobardes que han vendido su honor por el oro que él les ha dado y ha sorprendido mis secretos. Sabe que soy partidario del archiduque Carlos, que defiendo con ardor su causa, porque no puedo tolerar con paciencia el engrandecimiento de esos Borbones y, tal vez, dentro de poco, venga a prenderme para conducirme a un calabozo. De esta manera, mi muerte es segura, porque él es el juez que ha de juzgarme; y el mundo creerá que desempeña sus funciones con rectitud y que es un acto de justicia, lo que sólo será una infamia y una bajeza.

-¿Y qué necesidad hay de permanecer en inacción?, dijo la joven, cobrando una actividad extraordinaria. Marchemos ahora mismo, huyamos de la desgracia que nos persigue. Y sin dejar hablar a Féliz, que iba a darle las gracias por su decisión, se puso a arreglar unas maletas, mientras él disponía dos caballos.

Pocos momentos tardaron en los preparativos del viaje y ya se disponían a marchar, cuando sonaron en la puerta de la quinta dos aldabonazos, seguidos de otros muchos, dados con tanta fuerza como rapidez. La sangre se heló en las venas de ambos esposos al oír aquel sonido y, durante un momento, se miraron con asombro, sin proferir una palabra. Arrojáronse después en los brazos uno del otro y, Féliz dijo, estrechando contra su corazón a Dolores:

-¡Abramos, y sea lo que Dios quiera!

-Él tenga piedad de nosotros, repuso ella. Y Féliz abrió la puerta con serenidad.

Un joven de muy buen aspecto se lanzó al instante al interior de la casa, cerrando con prontitud el postigo y, al verle, ambos esposos dieron un grito, en el que iban mezclados la alegría y la admiración.

-¡Alfonso!, dijo Féliz, abrazándolo conmovido.

-¡Mi hermano!, repuso Dolores, estrechándolo tiernamente contra su pecho.

-¿Qué hay?, dijeron a un tiempo, con zozobra los dos.

-Nos amenazan mil peligros, ¿no es verdad?, repuso ella.

-¿Y Ordóñez? ¿Le has perdido de vista?, dijo él.

Durante todas estas preguntas, hechas con extraordinaria ansiedad, Alfonso se había arrojado a la lumbre sobre una silla, después de sacudir sus vestidos, que estaban chorreando y se había limpiado el sudor que corría por su rostro, mezclado con las gotas de lluvia. No bien le hubo permitido respirar el cansancio, se levantó y, acercándose a su hermana y a su cuñado, le dijo:

-No hay que desesperar todavía; parece que Dios se apiada de vuestra desgracia.

-¿Cómo? Habla, dijeron a un tiempo Féliz y Dolores.

-Sí, repuso Alfonso. Dentro de poco, llegará el juez Ordóñez a esta quinta, seguido de sus satélites, con intención de arrastrarte a los calabozos de la cárcel pública. Pero, Dios mediante, no podrá conseguir lo que se ha propuesto. Tú, Dolores, vas a marchar ahora mismo a San Juan de Alfarache, con dos amigos míos que te esperan en la puerta falsa. Y allí te embarcarás en una lanchilla, y esperarás la llegada de tu esposo. En cuanto a ti, Féliz, aguarda la del juez y recíbele como quieras. Yo lo pongo en tus manos y haré que quedéis solo como simples particulares, enfrente el uno del otro. Adiós, yo corro a velar por vuestra seguridad y espero que la Virgen del Amparo de la Magdalena os libre de los peligros que os amenazan. Diciendo esto, agarró a Dolores de la mano y se la llevó precipitadamente. Féliz quedó absorto, como si se hallase bajo la influencia de algún sueño.

No había pasado un cuarto de hora y ya se oían, fuera de la hacienda, las voces de los alguaciles y el grito “abrid a la justicia”, resonaba en lo último del edificio. Abrióse la puerta y, al momento, Ordóñez encargó a todos que vigilasen alrededor de la casa, mientras él examinaba al reo que había tenido el descaro de presentársele. Adelantóse con aire altanero y, después de haber echado una rápida ojeada por la habitación, buscando al objeto de sus deseos, se volvió a Féliz, que le miraba con desprecio y serenidad, y le dijo:

-Ya estás en mi poder, miserable. Por fin has caído en el lazo que te tendí y, esta vez, no te has de librar de mi venganza. Responde a lo que voy a decirte: ¿Dónde está ella?

-¿Quién?, dijo Féliz con altanería.

-¡Ella! ¡Dolores!, repuso el juez encolerizado.

-Dolores ha huido para librarse de las asechanzas que un vil ha fraguado contra su honor. Y su esposo se halla libre de tu venganza. Ahora es tu poder impotente, cobarde, y vas a darme, aquí mismo, satisfacción de las ofensas que me has hecho. ¡Saca tu espada, si eres caballero, Ordoñez, que aguardo con impaciencia verter tu sangre!

-¡Ha huido!, dijo Ordoñez, ciego de furia. Pues bien, tu muerte seguirá a su marcha. ¡Hola! Féliz se puso delante de la puerta, con su espada desnuda, y le impidió que saliese, como intentaba. El juez retrocedió, ciego de cólera, diciendo:

-¡Aparta!, deja libre esa puerta, si no quieres perecer ahora mismo. ¿Sabes tú, miserable, cuál es mi poder en Sevilla? ¿Sabes tú que te miro desde mucha altura, para humillarme a darte satisfacción? Te lo repito, si no me dejas pronto pasar por esa puerta, morirás a manos de mis alguaciles.

-Tú eres quien va a morir como un cobarde, si no quieres defender tu vida como caballero, contestó Féliz.

-¡Porque lo soy, no desciendo hasta el punto de batirme con un conspirador, con un infame!, repuso el juez.

-¡Esa palabra afrentosa sólo se debe a tu vileza!, dijo Féliz. Y arrojándose sobre Ordoñez, después de haber tirado su espada, lo estrechó tan fuertemente entre sus brazos, que casi le impedía la respiración. El juez se afanaba inútilmente por desasirse de los brazos de su contrario, llamando con gritos ahogados a sus satélites.

-¡Hola…! ¡Socorro…! ¡Alguaciles…!, decía casi sofocado por las fuerzas hercúleas de Féliz. ¡Socorro…! Y este, con una sonrisa sardónica, le contestaba:

-¿Qué temes? ¿No esperabas estrechar en tus brazos a Dolores? Pues bien, su esposo te estrecha entre los suyos. ¿Qué más da? ¿No ves el cariño con que lo hago? Entre tanto, le apretaba cada vez más fuerte. Ordoñez, ya casi ahogado, apenas le oía, cuando entra Alfonso precipitadamente. Al verle, soltó Féliz a su rival, que cayó desmayado en tierra, y le dijo con avidez:

-¿Qué hay, Alfonso?

-Todo va bien. Los alguaciles que acompañaban a Ordoñez han huido delante de los hombres que yo tenía preparados para sorprenderles. Dolores te está esperando en San Juan de Alfarache. ¡Vamos…! Ah… ¿Y el juez?

-¡Mírale!, dijo Féliz, señalando al sitio donde se hallaba desmayado Ordoñez. ¡Es tan cobarde como vil!

-Pues bien, abandonémosle y marchemos. Y los dos salieron de la estancia, dejando encerrado al juez dentro de ella.

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El sol empezaba a dorar las cimas de la cuesta de Castilleja y, a lo lejos, los vapores que levantaban del Guadalquivir, formaban una niebla tan densa, que apenas permitía distinguir los objetos algo distantes. Protegidos por ella, llegaron Féliz y Alfonso a San Juan de Alfarache, donde esperaba Dolores y, un momento después, se embarcaron en la lanchilla que les condujo a un barco extranjero, anclado a poca distancia, el cual los transportó a Marsella, donde vivieron algún tiempo antes de pasar a Alemania. El juez fue encontrado muerto al día siguiente en la quinta de Castilleja.

Autor: Manuel Cañete (Sevilla, 6 de agosto de 1822; Madrid, 4 de noviembre de 1891), fue un escritor, crítico y periodista español.

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