“Dolores”, breve obra de teatro en la que se cita en tres ocasiones a San Juan de Aznalfarache y en la que se hace una pequeña descripción del entorno del río con los barcos de la época. Artículo encontrado en el periódico semanal, artístico y literario “El Genil”, número 2, del domingo 27 de noviembre de 1842.
En una noche lluviosa del mes de enero,
cruzaba los espesos olivares que rodean la pintoresca ciudad de Sevilla, con
dirección a una quinta, no muy distante de Castilleja, el joven D. Féliz
Mendoza, montado en un gallardo potro andaluz y cubierto con una manta para
resguardarse de la inclemencia del tiempo.
Ya hacía más de una hora que caminaba,
embebido en sus ideas, cuando el ladrido de un perro y el tibio resplandor de
una luz, distante unos cien pasos del sitio donde se hallaba, vinieron a
sacarle de su distracción; y un relincho de su caballo le dio a conocer que
tocaba el término de su viaje, y que el animal veía próximo el momento de
descansar.
Con efecto, no bien llegó a la puerta de
la hacienda, dio dos fuertes aldabonazos, que repitieron los ecos de la sierra
vecina y, después de una corta pausa, se abrió de par en par el postigo, por el
cual se apresuró a entrar en su casa con el caballo. Una preciosa joven salió a
recibirlo apresurada y, quitándole de los hombros la manta y, agarrándole de la
mano, le condujo delante del hogar, en el que ardía un robusto tronco de
encina.
-¡Gracias a Dios que has llegado, amigo
mío!, le dijo ella, después de haberle
dejado en su asiento. Me has tenido muy cuidadosa. ¿Por qué te has tardado
de este modo?
Féliz la miraba con una expresión
singular y acariciaba, en silencio, los hermosos cabellos rubios de la joven.
-¿Qué tienes?, repuso ella. ¿No haces caso de mis caricias?
-Sí, Dolores. ¿Cómo podría yo mirar con
indiferencia a un ángel como tú, que se desvela tanto por mis pesares? Sólo es
que tengo esta noche una tristeza que me destroza el alma.
-¿Y por qué es eso, amigo mío?, le dijo ella con una candidez infantil.
-Dolores… Tú eres mi única amiga, tú
eres mi esposa… Y me has dado siempre pruebas de un amor muy verdadero. Pues
bien, yo creo en tu amor… Pero hay un hombre…
-¿Un hombre?, repuso la joven asombrada.
-Sí, un hombre que te ama y puede
separarnos.
-¿Separarnos? ¿Pues no soy yo tu esposa?
¿No es tu cariño el que hace la felicidad de mi vida? Ah, no, yo no me separo
de ti, si primero no hacen pedazos mi corazón.
-Oh, ¿quién no es feliz a tu lado, ángel
del cielo? Y ese cobarde…
-Pero, cuéntame, amigo mío, cuéntame.
¿Qué peligros nos amenazan?
-Dolores, yo no quiero ocultarte nada,
ya que, tal vez, se acerca el momento de nuestra separación; de una separación
que puede ser eterna, porque acaso concluya con mi muerte. Pues bien, júrame no
ser de otro hombre si yo dejo de existir y arrostraré con serenidad los
infortunios que me esperan.
-¡Yo te lo juro!, dijo Dolores enternecida.
-Hay en Sevilla un hombre infame, que se
ha enamorado de ti. Este hombre no hace cesado de perseguirnos, mientras hemos
permanecido en la ciudad. Y tú nada has notado, porque eres demasiado buena
para fijar la atención en otro hombre que no sea tu marido. Mis ojos, sin
embargo, le han sorprendido, más de una vez, devorándote en la iglesia con sus
miradas, y he aquí la causa de mis deseos de retirarme contigo a esta posesión.
El malvado no ha cedido por eso de sus viles intentos; ha espiado secretamente
todas mis acciones; ha encontrado cobardes que han vendido su honor por el oro
que él les ha dado y ha sorprendido mis secretos. Sabe que soy partidario del
archiduque Carlos, que defiendo con ardor su causa, porque no puedo tolerar con
paciencia el engrandecimiento de esos Borbones y, tal vez, dentro de poco,
venga a prenderme para conducirme a un calabozo. De esta manera, mi muerte es
segura, porque él es el juez que ha de juzgarme; y el mundo creerá que
desempeña sus funciones con rectitud y que es un acto de justicia, lo que sólo
será una infamia y una bajeza.
-¿Y qué necesidad hay de permanecer en
inacción?, dijo la joven, cobrando una
actividad extraordinaria. Marchemos ahora mismo, huyamos de la desgracia
que nos persigue. Y sin dejar hablar a
Féliz, que iba a darle las gracias por su decisión, se puso a arreglar unas
maletas, mientras él disponía dos caballos.
Pocos momentos tardaron en los
preparativos del viaje y ya se disponían a marchar, cuando sonaron en la puerta
de la quinta dos aldabonazos, seguidos de otros muchos, dados con tanta fuerza
como rapidez. La sangre se heló en las venas de ambos esposos al oír aquel
sonido y, durante un momento, se miraron con asombro, sin proferir una palabra.
Arrojáronse después en los brazos uno del otro y, Féliz dijo, estrechando
contra su corazón a Dolores:
-¡Abramos, y sea lo que Dios quiera!
-Él tenga piedad de nosotros, repuso ella. Y Féliz abrió la puerta con
serenidad.
Un joven de muy buen aspecto se lanzó al
instante al interior de la casa, cerrando con prontitud el postigo y, al verle,
ambos esposos dieron un grito, en el que iban mezclados la alegría y la
admiración.
-¡Alfonso!, dijo Féliz, abrazándolo conmovido.
-¡Mi hermano!, repuso Dolores, estrechándolo tiernamente contra su pecho.
-¿Qué hay?, dijeron a un tiempo, con zozobra los dos.
-Nos amenazan mil peligros, ¿no es
verdad?, repuso ella.
-¿Y Ordóñez? ¿Le has perdido de vista?, dijo él.
Durante todas estas preguntas, hechas
con extraordinaria ansiedad, Alfonso se había arrojado a la lumbre sobre una
silla, después de sacudir sus vestidos, que estaban chorreando y se había
limpiado el sudor que corría por su rostro, mezclado con las gotas de lluvia.
No bien le hubo permitido respirar el cansancio, se levantó y, acercándose a su
hermana y a su cuñado, le dijo:
-No hay que desesperar todavía; parece
que Dios se apiada de vuestra desgracia.
-¿Cómo? Habla, dijeron a un tiempo Féliz y Dolores.
-Sí, repuso
Alfonso. Dentro de poco, llegará el juez Ordóñez a esta quinta, seguido de
sus satélites, con intención de arrastrarte a los calabozos de la cárcel
pública. Pero, Dios mediante, no podrá conseguir lo que se ha propuesto. Tú,
Dolores, vas a marchar ahora mismo a San Juan de Alfarache, con
dos amigos míos que te esperan en la puerta falsa. Y allí te embarcarás en una
lanchilla, y esperarás la llegada de tu esposo. En cuanto a ti, Féliz, aguarda
la del juez y recíbele como quieras. Yo lo pongo en tus manos y haré que
quedéis solo como simples particulares, enfrente el uno del otro. Adiós, yo corro
a velar por vuestra seguridad y espero
que la Virgen del Amparo de la Magdalena os libre de los peligros que os
amenazan. Diciendo esto, agarró a
Dolores de la mano y se la llevó precipitadamente. Féliz quedó absorto, como si se hallase bajo la influencia de algún
sueño.
No había pasado un cuarto de hora y ya
se oían, fuera de la hacienda, las voces de los alguaciles y el grito “abrid a
la justicia”, resonaba en lo último del edificio. Abrióse la puerta y, al
momento, Ordóñez encargó a todos que vigilasen alrededor de la casa, mientras
él examinaba al reo que había tenido el descaro de presentársele. Adelantóse
con aire altanero y, después de haber echado una rápida ojeada por la
habitación, buscando al objeto de sus deseos, se volvió a Féliz, que le miraba
con desprecio y serenidad, y le dijo:
-Ya estás en mi poder, miserable. Por
fin has caído en el lazo que te tendí y, esta vez, no te has de librar de mi
venganza. Responde a lo que voy a decirte: ¿Dónde está ella?
-¿Quién?, dijo Féliz con altanería.
-¡Ella! ¡Dolores!, repuso el juez encolerizado.
-Dolores ha huido para librarse de las
asechanzas que un vil ha fraguado contra su honor. Y su esposo se halla libre
de tu venganza. Ahora es tu poder impotente, cobarde, y vas a darme, aquí
mismo, satisfacción de las ofensas que me has hecho. ¡Saca tu espada, si eres
caballero, Ordoñez, que aguardo con impaciencia verter tu sangre!
-¡Ha huido!, dijo Ordoñez, ciego de furia. Pues bien, tu muerte seguirá a su
marcha. ¡Hola! Féliz se puso delante de
la puerta, con su espada desnuda, y le impidió que saliese, como intentaba. El
juez retrocedió, ciego de cólera, diciendo:
-¡Aparta!, deja libre esa puerta, si no
quieres perecer ahora mismo. ¿Sabes tú, miserable, cuál es mi poder en Sevilla?
¿Sabes tú que te miro desde mucha altura, para humillarme a darte satisfacción?
Te lo repito, si no me dejas pronto pasar por esa puerta, morirás a manos de
mis alguaciles.
-Tú eres quien va a morir como un
cobarde, si no quieres defender tu vida como caballero, contestó Féliz.
-¡Porque lo soy, no desciendo hasta el
punto de batirme con un conspirador, con un infame!, repuso el juez.
-¡Esa palabra afrentosa sólo se debe a
tu vileza!, dijo Féliz. Y arrojándose
sobre Ordoñez, después de haber tirado su espada, lo estrechó tan fuertemente
entre sus brazos, que casi le impedía la respiración. El juez se afanaba
inútilmente por desasirse de los brazos de su contrario, llamando con gritos
ahogados a sus satélites.
-¡Hola…! ¡Socorro…! ¡Alguaciles…!, decía casi sofocado por las fuerzas hercúleas
de Féliz. ¡Socorro…! Y este, con una
sonrisa sardónica, le contestaba:
-¿Qué temes? ¿No esperabas estrechar en
tus brazos a Dolores? Pues bien, su esposo te estrecha entre los suyos. ¿Qué
más da? ¿No ves el cariño con que lo hago? Entre
tanto, le apretaba cada vez más fuerte. Ordoñez, ya casi ahogado, apenas le
oía, cuando entra Alfonso precipitadamente. Al verle, soltó Féliz a su rival,
que cayó desmayado en tierra, y le dijo con avidez:
-¿Qué hay, Alfonso?
-Todo va bien. Los alguaciles que
acompañaban a Ordoñez han huido delante de los hombres que yo tenía preparados
para sorprenderles. Dolores te está esperando en San Juan de Alfarache. ¡Vamos…! Ah… ¿Y el juez?
-¡Mírale!, dijo Féliz, señalando al
sitio donde se hallaba desmayado Ordoñez. ¡Es tan cobarde como vil!
-Pues bien, abandonémosle y marchemos. Y los dos salieron de la estancia, dejando
encerrado al juez dentro de ella.
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El sol empezaba a dorar las cimas de la cuesta de Castilleja y, a lo lejos, los vapores que levantaban del Guadalquivir, formaban una niebla tan densa, que apenas permitía distinguir los objetos algo distantes. Protegidos por ella, llegaron Féliz y Alfonso a San Juan de Alfarache, donde esperaba Dolores y, un momento después, se embarcaron en la lanchilla que les condujo a un barco extranjero, anclado a poca distancia, el cual los transportó a Marsella, donde vivieron algún tiempo antes de pasar a Alemania. El juez fue encontrado muerto al día siguiente en la quinta de Castilleja.
Autor: Manuel Cañete (Sevilla, 6 de agosto de 1822; Madrid, 4 de noviembre de 1891), fue un escritor, crítico y periodista español.
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