Una historia muy de Halloween en San Juan de Aznalfarache, escrita en 1868

Manuel Fernández y González. Sevilla, 6.XII.1821 – Madrid, 6.XII.1888. Poeta, novelista por entregas, dramaturgo y periodista.

Encontramos en su novela “Crónicas romancescas de España: Don Miguel de Mañara. Memorias del tiempo de Carlos V”.

[…] En el capítulo VIII, tras una sangrienta venganza, D. Miguel de Mañara, huye en góndola de Sevilla, con sus bravos remeros y el doctor Juan

-¡A San Juan de Aznalfarache!, dijo el doctor Juan, mientras Don Miguel aparecía reclinado y trasfigurado por la terrible situación en que se encontraba. ¡A San Juan de Aznalfarache! Allí hay hermosas gitanas que embriagan con su canto; allí hay ricos vinos y exquisitos manjares; a la hostería del Ciervo de Oro. El amor, el vino, la orgía… Esa es la vida de la juventud.

-¡Y la sangre y las lágrimas!, exclamó Mañara.

-¡Sí, bebed, gozad, matad y aterrad! ¡Eso es ser Dios!, dijo el doctor Juan.

-¡Dios! ¡Dios!, dijo blasfemando Don Miguel. Dios es una mentira, no hay más dios que la fatalidad.

Y calló, y la góndola continuó bogando hacia San Juan de Aznalfarache.

Y el doctor Juan encarnizaba su sombría mirada de triunfo en Don Miguel:

-¡Ah!, exclamó, ya no puede perdonarte Dios, ya eres mío.

Capítulo IX: De la orgía al horror.

Y hubo algunas horas de vergonzosa orgía en San Juan de Aznalfarache.

-¡Oh, sí, sí! Exclamaba fatigado Don Miguel, ebrio de vino y de placeres, rodeado de hermosísimas y descompuestas gitanas, tan ebrias como él, y de gitanos miserables, que le lisonjeaban. Y por cada lisonja, le sacaban un puñado de oro. ¡Sí, esta es la vida, hermosura, vino, placer, sangre!

Se acercaba la medianoche.

Un hastío terrible empezaba a invadir a Don Miguel.

-Idos, dijo de repente, me fatigáis.

Todas aquellas rameras, todos aquellos rufianes de piel cobriza y de trajes abigarrados, salieron llevándose todo el oro y todas las joyas con que Don Miguel de Mañara había entrado en la hostería del Ciervo de Oro.

Don Miguel y el doctor Juan se quedaron solos.

En aquel momento, se oyeron graves, sonoras, lejanas, las campanadas de las doce.

-¡He aquí la hora de las apariciones!, dijo el doctor Juan, la hora en que los muertos en pena se levantan de sus tumbas.

Y apenas había dicho el doctor Juan estas palabras, cuando Don Miguel de Mañara volvió, con sobresalto, la cabeza hacia la puerta del fondo del salón en que se encontraban.

Aquella puerta había rechinado.

Se había abierto…

En ella había aparecido una forma hermosísima, alta, esbelta, gentil, encantadora, pero envuelta en una especie de atmósfera sombría.

El doctor Juan había desaparecido.

La sombra, que permanecía inmóvil en la puerta, estaba vestida de blanco.

Las luces, que habían iluminado vivamente la orgía, se habían amortiguado a la presencia de aquella sombra. Y arrancaban de las joyas que, aquella sombra traía sobre los cabellos, en la garganta, en los brazos y en el talle, con opacos fulgores rojos.

Emanaba de aquella sombra un prestigio irresistible.

Y las luces continuaban amortiguándose, hasta que solo quedó una luz opaca, una luz extraña, que no alumbraba, más propiamente dicho.

Mañara se sentía atraído hacia aquella sombra, que parecía como atraída por él porque, a medida que Don Miguel se adelantaba hacia ella, ella se adelantaba hacia Don Miguel.

Al fin se tocaron.

La que a Don Miguel había parecido una sombra, era un ser vivo y ardiente. Era Estrella, la diosa. Vestía un traje de riquísima tela blanca, superior a la cachemira.

Ceñía su redondo talle, su talle incomparable, un cordón de oro y rubíes, de gruesos y brillantes rubíes, semejantes a los del collar que, en triples y amplias vueltas, hacía resaltar la nítida blancura de su garganta y del nacimiento de su seno.

De encendidos rubíes era la diadema que ceñía sus cabellos, que se prolongaban en gruesas y negras trenzas, a lo largo y por delante de su cuerpo; y los brazaletes de sus admirables brazos, desnudos hasta el hombro.

Un joyel de los mismos ardientes rubíes, sobre cada uno de sus hombros mórbidos, prendía de cada uno de ellos la blanca vestidura.

Estrella aparecía hermosa e incitante, de una manera sobrenatural.

Devoraba, con la hambrienta mirada de sus enormes, hermosísimos y lucientes ojos a negros a Don Miguel.

-¡Te amo!, le dijo Estrella, resumiendo en aquellas palabras, en su mirada, en su alentar, en su actitud, en la dulce presión de sus manos sobre las de Don Miguel, todo un poema. Sígueme.

Don Miguel, más dominado que conmovido, porque para él había pasado el prestigio de Estrella, se dejó conducir.

Ni una sola persona se encontraron en el interior de la hostería. La puerta estaba franca. Ni una sola persona se encontraron en las dos calles que recorrieron hasta llegar al Guadalquivir.

Hacía luna y el cielo estaba despejado, pero el azul del cielo era impuro; lívida y opaca la luz de la luna.

Al pie del muelle adonde habían llegado, estaba atracada la góndola de Don Miguel. Estrella, conduciéndole siempre, entró con él en la góndola; esta se separó del muelle. Los remeros, los bravos de Don Miguel, bogaban en silencio.

Estrella se reclinó sobre los almohadones, indolente y lánguida. Atrajo a Don Miguel, le rodeó con sus brazos, le retuvo y le besó, gimiendo en la boca. Don Miguel sintió correr hielo por sus venas. Luego le envolvió un sonambulismo pesado, sombrío.

El cielo, el reflejo de la luna sobre la corriente, los árboles que orlaban la ribera, sus remeros, Estrella… Todo lo que le rodeaba, todo lo que tocaba, todo lo que sentía, fue tomando para él formas extrañas, sobrenaturales, fantásticas, un caos de sombras rojas, de imágenes terribles, de recuerdos fríos y apenadores, que se revolvían como un torbellino de rededor de él.

Un pavor insoportable comprimía, helaba su corazón. Y Mañara sufría toda esta pesadumbre de sensaciones insoportables, inerte, sin voluntad para lanzarla de sí, como el condenado siente, transido por el terror, la mano del verdugo. Y la góndola se deslizaba sin ruido.

[…]

Bibliografía: 

FERNÁNDEZ Y GONZÁLEZ, M. (1868): “Crónicas romancescas de España: Don Miguel de Mañara. Memorias del tiempo de Carlos V”. París, Librería de Rosa y Bouret.

Publicación “La Paz de Murcia, diario monárquico constitucional”, 13 y 14 de marzo de 1877.

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