Bibliografía: “El Panorama”, 22 de
noviembre de 1838 (Número 8).
Este relato en cuatro capítulos, hace
referencia al rey español Enrique II (1369-1379, rey de Castilla, fue
llamado "Rey de las Mercedes"), por lo que, aunque
escrita en 1838, hace referencia al siglo XIV.
Capítulo I.
Aún
se conserva en Sevilla la tradición de un terrible suceso acaecido en sus
alrededores, por los tiempos del rey Don Enrique II, hermano, matador y
heredero de Don Pedro el Cruel. Refiérenlo las abuelas, con misteriosa
solemnidad, porque encierra una tremenda lección para las doncellas casquivanas
y ligeras y, óyenlo, con susto, las nietas, porque acaso su conciencia no está
muy desembarazada de esta falta. Yo lo refiero con buena intención, aunque
considero superflua la moral que de él se deduce, y estoy convencido de que
ninguna de las lindas muchachas que conozco, y que son demasiadas para mi
sosiego, haría lo que la heroína del cuento, aun cuando una y mil veces se
hallasen en semejante caso. Y puedo asegurar esto con tanta más firmeza, cuanto
que, por mi parte, no he dejado de hacer, lo que ha estado en mi mano para
hacerlas pecar; pero, en honra suya y vergüenza mía sea dicho, ni una sola ha
consentido en dar oídos a mis amorosas declaraciones, no solo hallándose comprometidas
con otro, pero ni: aun cuando estaban vacantes. Yo lo atribuyo esto a constancia
o recato; y cuando alguno de mis amigos se empeña en probarme que debo
atribuirlo a que soy feo, (lo que es verdad), tonto (lo que es mentira) y poco
diestro (lo que no es ni mentira ni verdad), se me exalta la bilis, y le pongo
de calavera, libertino y desmoralizado, que no hay más que pedir. Pero vamos al
suceso de Sevilla que es lo que importa.
Saliendo
de la capital de todas las Andalucías por la puerta que llaman de Triana, pasando
enseguida el puente de barcas construido sobre el Guadalquivir, atravesando después
el arrabal, que da nombre a la puerta, y tomando finalmente una dirección al
sur, sobre poco más o menos, hasta tropezar con el río que, haciendo un recodo,
parece huir de su natural término, que es el Golfo de Cádiz, como sintiendo abandonar
aquella verdadera tierra prometida que sus aguas fertilizan, se llega a San
Juan de Aznalfarache, lindísimo pueblecito que, situado en la ladera de un monte,
se extiende, formando anfiteatro, hasta que las ondas del Betis mojan las paredes
de sus casas. En lo más alto del monte había, no hace muchos años, un convento
de monjes, que ignoro si aún existe, por supuesto con su ex correspondiente, o
si acaso, ha dejado de existir para mayor honra y gloria del vandalismo y
provecho de los aficionados a demoler gratis. Era y es la situación de este
convento, una de las más deliciosas que puede un poeta imaginar: cercado de
jardines, en donde crecían árboles de toda especie, incluso el oloroso naranjo,
la elegante palmera y el hermoso granado; y desde cuyos límites se extendían
hasta perderse de vista prados de rosas, cuyo balsámico aroma llenaba la atmósfera
en la risueña primavera, dominando la extensa llanura, donde alza su frente la
soberbia Sevilla, y que recorre, en pintorescas sinuosidades, el rio grande por
excelencia, ofrecía una morada tan apetecible que, usando de una frase propia
del amplificativo lenguaje de mis paisanos: “desde allí, al cielo”.
Este
convento, antes de llegar a serlo y, por consiguiente, de dejarlo de ser, era Castillo
fuerte que los moros presidiaban con gran cuidado, y que pasó a poder de los
cristianos, cuando el piadoso rey Fernando III, de santa memoria, conquistó
Sevilla. No sé yo a poder de que prócer vino a parar después de la conquista,
ni tampoco interesa al lector saberlo, pero es lo cierto que, por los años, en
que sucedió el caso que voy a tener la honra de referir, para escarmiento de
coquetas, si es que las hay, que yo tengo para mí que no, y sí solo hombres
fatuos, dependía de él, como feudo de vasallo noble, una casa de campo o
castillejo situado en las cercanías y no lejos de Valparaíso, magnífica
hacienda, en cuya alabanza baste decir, que no desmiente el nombre que lleva.
Llamábase
el hidalgo destripaterrones, que poseía dicho castillejo, Diego de Vargas, el
cual era viudo de una santa mujer, que se fue al cielo después de una vida útilmente
oscura y devota, dejando una hija que, en el tiempo a que se refiere nuestra
historia, tenía dieciocho años, pasando, con perdón de mis lectoras sea dicho,
por un portento de belleza y donaire. Esta hija era prometida esposa de otro
hidalgo, algo más rico que nuestro hidalgo, y hombre de tan cumplidas prendas como
entonces se estilaba; pero debemos tener presente que este casamiento se acordara,
no por influjo de la autoridad paterna, que estaba muy lejos el buen Vargas de
ser un padre tirano, sino por el acuerdo y con sentimiento de los novios, que
tiernamente se amaban.
Sucedió
pues que, cuando ya faltaba muy poco tiempo para las bodas, vino a
interrumpirlas una guerra que, al rey de Castilla suscitó un descomunal rey
moro, bastante necio para creer que, con las fuerzas de su reino, no mayor que
los estados de algunos primos del emperador de Austria, podía contrastar las ya
muy respetables de la monarquía que, en una cueva, fundó Pelayo. Hizo el
soberano llamamiento a los señores de pendón y caldera, horca y cuchillo; y al
olorcillo de futuros saqueos y nuevas adquisiciones acudieron muchos con sus
gentes y con tremendas ganas de andar a porrazos con los verdaderos creyentes,
vulgo, mahometanos.
No fue de los últimos en acudir el propietario de San Juan de Aznalfarache, después de reunir a su tropa, compuesta de sus vasallos, y de los vasallos de estos vasallos. Entre los de primer grado se contaban Diego de Vargas y su futuro yerno, Ramiro García que, fieles a su deber, alistaron entre ambos unos cuarenta peones, y despidiéndose de Blanca, que así se llamaba la hija del uno y novia del otro, que dejaron confiada al cuidado de una reverenda dueña, tan sobrada de años, tocas e hipocresía, como taimada, codiciosa y sinvergüenza, partieron para la guerra llenos de buenas esperanzas y con sendas alforjas en que recoger el botín.
Capítulo
II.
Habrían
pasado ya como unos tres meses desde la partida de los dos hidalgos, cuando una
noche, se hallaban juntas en una habitación del castillejo, Blanca y la dueña encargada
de su custodia. La primera, sentada en un sitial, con la mano puesta en la
mejilla, parecía entregada a la meditación, al paso que la segunda, de pie y
apoyados los codos en el respaldo del sitial, hablaba con calor, como
procurando persuadir a la muchacha. La actitud de ambas hubiera servido para
figurar una escena de tentación con exquisita propiedad.
-No,
Lupercia (dijo al fin Blanca). No conseguirás persuadirme de que mi conducta es
honrada. ¡Engañar así al pobre Ramiro, que tanta confianza tiene en mí y que
tanto me ama! Es cosa muy mal hecha por más que digas.
-¿Es
decir que, por guardar una necia fidelidad a un hombre que acaso, a estas horas,
os tendrá olvidada, queréis despedir a la buena suerte que se os entra por la
casa, y llenar de pena a un bizarro mancebo, noble como el rey y aún más rico,
que os adora, y que desea, con ansia, casarse con vos?
-¿Y
por qué D. Alfonso ni ha ido como todos a la guerra? (preguntó Blanca sin
contestar a la pregunta de la vieja).
-Porque
estaba enfermo cuando el llamamiento, porque se quedó para cuidar los bienes de
su señor padre, que fue quien marchó y, sobre todo, porque el amor entrañable que
os tenía le hacía mirar como peor que la muerte el separarse de vos.
-Ya
(dijo con tristeza Blanca).
-Conque
(prosiguió la dueña), lo que os conviene es dar a ese buen joven el deseado “sí”
en la entrevista de esta noche, labrando su dicha y la vuestra.
-¿A
qué hora ha de venir?
-Acaso
estará ya en el jardín. Vamos.
-Vamos
(dijo Blanca).
Y
siguió a la dueña con forzado paso.
Cuando
llegaron al lugar de la cita, ya estaba allí el ponderado mancebo que, en efecto,
merecía, por su talle y ricos vestidos, las alabanzas de la vieja. Luego que
esta los vio juntos, se retiró discretamente a un lado, dejándolos en libertad
de requebrarse
a
su sabor.
Por
más remordimientos que sintiese Blanca, cuando no se hallaba a la vista de su
nuevo amante, todos desaparecían en su presencia, y solo quedaba el placer de
verse
querida por tan apuesto y cortesano doncel. Así sucedió en la noche que pasó la
entrevista mencionada, cuya menuda relación omitiré, tanto porque la tradición no
la refiere, cuanto porque no habiéndome yo visto nunca en semejante caso, no podría
suplirla de mi caletre. Podemos, pues, suponer pensando piadosamente que, todo
se redujo a conjugar a dúo el verbo “amar” en todos sus modos, tiempos y personas
y que, al llegar la hora de separarse, mediante las repetidas instancias de la
vieja, ambos habían sacado lo que el negro del sermón: los pies fríos y la
cabeza caliente.
Nadie vino a interrumpir su amoroso coloquio, que se acabó con disgusto de los dos, y quedando cada uno a cual más satisfecho del otro. Blanca y la dueña entraron en la casa y todo quedó por entonces en silencio.
Capítulo
III.
Cuando
el rey Don Enrique vio acudir a su llamamiento a tanta gente, dicen que le pesó
de ello porque, si bien le conocen las crónicas por el Rey de las Mercedes, y
se cuenta de él que era en extremo aficionado a dar, todavía no pudo menos de
ocurrirle que muy poca parte iba a tocarle de lo que se conquistase. puesto que
la natural superficie del país enemigo bastaba apenas para contener el ejército
que se le reunió.
Traíale
pesaroso esta circunstancia, no sabiendo cómo acudir a su remedio, porque no se
atrevía a despedir a nadie, temeroso de disgustar a los licenciados, y dar
ocasión a otras revueltas civiles como las que habían ensangrentado la monarquía,
hasta concluir el reinado anterior. Por tanto, entretenía a sus huestes, sin
dar principio á la guerra con alardes, festines y torneos, esperando que, acaso
el tiempo, le facilitaría los medios para salir del atolladero.
Este
recurso de esperar, tan usado como fatal en España, y que tantos males nos ha
causado, tuvo para el rey Don Enrique los mejores resultados: porque el mal aconsejado
moro que, con tanta sobra de orgullo y falta de prudencia, había provocado la
lid, conoció al fin, cuando le noticiaron el numeroso ejército que contra él se
aprestaba, el insigne disparate que había cometido: hizo un cambio de
ministerio a la musulmana, es decir, mandando degollar al saliente, bien
convencido de que así lograba no ser aconsejado mal dos veces por la misma
persona, buscó otro que, por el pronto le aconsejó mejor y, de sus resultas, se
despacharon embajadores al rey de Castilla, cargados de presentes, de sumisiones
y de ofertas.
Llegaron estos al campamento cristiano y, teniendo cuidado de mostrar primero los regalos, expusieron enseguida con la mayor agudeza: Que la paz es el primero de los beneficios que puede la providencia otorgar a los pueblos y que, convencido de ello, su insigne y poderoso señor Tarif-ben Muza, quería ajustarla, firme y duradera, con su augusto amigo y compañero el rey de Castilla.
Don
Enrique, antes de responder, hizo que le estimasen el valor de los regalos;
calculó cuánto le costaría mantener su ejército, en el tiempo que durase la guerra;
pesó la dificultad casi insuperable de contentar a los poderosos vasallos que le
ayudasen a vencer; y todo bien balanceado, halló que la proposición del moro le
era muy ventajosa; y componiendo el semblante, que la aridez del cálculo había
anublado, contestó con suma amabilidad a los embajadores: Que la triste
necesidad de hacer la guerra, tenía en extremo afligido su real ánimo y que,
para dar una prueba evidente de su amor al bienestar de sus pueblos, se dignaba
aceptar, en todas sus partes, las proposiciones del poderoso Tarif ben-Muza, su
buen amigo. Arreglado esto, se publicó la paz al son de trompetas y tambores. Los
tontos aplaudieron como siempre, y los reclutas se alegraron; pero los soldados
viejos y los señores de vasallos, que esperaban sacar la tripa de mal año en la
guerra, dieron el armisticio a dos mil diablos, y sólo callaron porque la
opinión era contra ellos y, porque la opinión, por más que digan cuatro
majaderos, ha sido, es y será siempre la reina del mundo.
No
fueron nuestros dos hidalgos de los que menos maldijeron la importuna paz que destruía
sus esperanzas de saqueo; pero como el mal no tenía remedio, hubieron de cargar
una acémila con las alforjas vacías y, seguidos de sus peones, tomaron el camino
de vuelta a su casa, después de despedirse del buen Don Enrique, que tan mala
treta les había jugado, estorbándoles andar a trastazos con los vasallos del
sublime Taríf-ben Musa, rey tan poderoso, como Mahoma es verdadero profeta,
como la reina de España es duquesa de Borgoña y de Brabante, condesa del Tirol
y de Flandes, y reina de las dos Sicilias y de Jerusalén, como el bajá de
Egipto es vasallo del sultán de Turquía, como está floreciente en España la
literatura, como tienen buena fe los partidos, y como otra porción de cosas
semejantes que los hombres se han convenido en conceder cual ciertas, sin que
haya chico de escuela que no sepa, que son mentiras de a folio.
Mis
lectores no podrán menos de saber que, en tiempo de Don Enrique II, no había
imprenta, ni periódicos, ni partes oficiales, ni correos y, por consiguiente,
no extrañarán que les asegure que, desde la salida de los dos guerreros, no había
tenido Blanca razón de su padre ni de su amante; lo que ella tampoco extrañaba,
porque sabía que, en su tiempo, no estaban las comunicaciones tan expeditas
como nosotros sabemos que lo están en el nuestro, cuando a Palillos, Cabrera,
el Manco, el Abuelo, Perdiz y a otros héroes semejantes no les ocurre cosa en
contrario. Por tanto, ya hacía días que la paz estaba hecha, el ejército disuelto,
y nuestros viajeros en camino, sin que los pacíficos habitantes de San Juan de
Aznalfarache tuviesen el más leve antecedente de acontecimientos de tanta monta.
Llegaron los dos hidalgos a Sevilla ya bien entrada la noche, y allí hizo el suegro, a su futuro yerno, la formal proposición de que descansasen un buen rato, y bebiesen un trago de no mal vino, pero el segundo, que ansiaba por volver a ver a su novia, lo desaprobó altamente, y viendo que el otro insistía, propuso a su vez, que vista la cortísima distancia que les quedaba que andar, él se adelantaría, solo para gozar de la amorosa alegría con que la sorprendida Blanca habría en su concepto de recibirle, y que el papá-suegro le seguiría, después de echar un trago y quitarse el polvo del camino. Como esta segunda proposición a todos satisfacía, fue aprobada por unanimidad.
El
buen Ramiro montó a caballo y, aguijado de su amor, se halló muy pronto en las cercanías
de la casa de su amada. Gozando de antemano con la alegre sorpresa que su
llegada iba a causar a Blanca, quiso que la peripecia fuese tan repentina como
debía serlo para causar grande efecto y, llegado a la valla de pitas que
cercaba el jardín, desmontó y, dejando los caballos al cuidado de su escudero,
entró por un portillo, practicado en el vallado por él mismo en otro tiempo,
para sus amorosas citas. Ya en el jardín, no pudo menos de ocurrírsele que la
noche estaba muy adelantada, y que la agradable sorpresa iba a quedar fallida, supuesto
que la puerta de la casa debía estar ya cerrada a tales horas y todos recogidos,
siendo por consiguiente imposible entrar repentinamente, y sin que el alboroto de
los criados al abrir no informase de antemano a Blanca. Turbado con este pensamiento
y con la idea de interrumpir el sueño de su amada, se sentó en un banco de
madera, que entre el follaje había, llamando en su ayuda a toda la industria de
que era capaz para salir del apuro.
En
esto sintió pasos; sobresaltóse pensando en quién podía ser y, sacando con
cuidado la cabeza por entre las ramas, vio a un caballero, pues el escaso resplandor
de la luna, casi oculta por grandes grupos de nubes, le permitió ver la espada
y rico vestido, que se paseaba tranquilo y silencioso.
El
primer movimiento de Ramiro fue gritar “quién va”; el segundo, esperar oculto y
ver qué hacia allí aquel hombre. No tardó en saberlo por su desgracia, pues
quiso la suerte que aquella fuese la noche de la cita que en el número anterior
dejamos descrita.
Ramiro
lo vio y lo oyó todo: pintar la rabia, la desesperación, la sed de venganza y
todos los violentos impulsos, que de su corazón se apoderaron, sería imposible.
Baste decir que al pronto le parecía estar soñando, y reusaba creer lo mismo
que veía; después, quiso arrojarse sobre los dos pérfidos que así trataban su
honor y despedazarlos entre sus manos; pero, últimamente, resolvió a la
española: esperar al fin de la cita y vengarse luego, como caballero, del
hombre que le robaba su amada.
En
efecto, no bien el favorecido caballero se había despedido de Blanca, que se entró
con la dueña en la casa, cuando salióle al encuentro Ramiro, ardiendo en ira y
con la espada en la mano:
-Defendeos
(le dijo).
El
caballero quedó sorprendido; pero puso, sin embargo, mano a la espada.
-¿Quién
sois y qué me queréis? (preguntó a Ramiro).
-Soy
un hombre ofendido que quiere vengarse.
Y
sin dar tiempo a más razones cerró con su contrario, y ambos principiaron encarnizado
combate. La sangre de los dos corría en abundancia y el furor de Ramiro no
disminuía; hasta que al fin este atravesó el pecho del caballero, que cayó al suelo,
pidiendo a gritos confesión.
Ramiro
trató de acudir a él; pero no pudo, porque le faltaron las fuerzas, y cayó también
en tierra. Sin embargo, los gritos del caballero llegaron a los oídos de la dueña,
que dormía en un extremo de la casa, cercano al punto del combate y que, después
de haber acompañado a Blanca a su habitación, rezaba a sus devociones antes de
acostarse. Cogió asustada una antorcha y salió a ver la causa de aquel ruido.
Diego Vargas, que llegaba en aquel punto, saltó con varios criados la cerca del
jardín, en donde había oído los gritos. Reuniéronse todos y, llegados al lugar
del combate, se ofreció a sus ojos el lastimoso espectáculo que sabe el lector.
Acudió el buen hidalgo a su amigo y, cogiéndolo entre sus brazos, advirtió que no había espirado. El otro ya no existía
Capítulo
IV.
Quince
días después, fue públicamente azotada por las calles de Sevilla la dueña, y
puesta después en un encierro; pero ninguna de sus compañeras escarmentó.
Ramiro
estaba más aliviado de sus peligrosas heridas, pero se cuenta que este sí escarmentó
y que, al cabo de muchos años, murió soltero.
Blanca,
al saber tan funestos acontecimientos, perdió el juicio para no volver a recobrarlo.
Su manía era en extremo singular: llegó a figurársele que todos los hombres que
la hablaban, la hacían declaración de amor, y que ella no podía dejar de corresponderlos;
y lloraba, y se desesperaba de su debilidad, pero como su locura era incurable,
pasó la vida soñando desgracias y respondiendo a amorosas querellas que solo en
su imaginación existían.
J. VARELA.
Comentarios
a esta obra:
-El
autor firma como J. Varela, autor desconocido del que no encontramos biografía
y resulta difícil pensar que se trate del escritor Juan Valera (nacido en
Cabra, Granada, en 1824), pues lo habría escrito con solo 14 años y, según
leemos en sus biografías, no tiene relación con Sevilla y su entorno.
-En el texto, destacamos las referencias a nuestra lo calidad, sin embargo, la
indicación sobre el lugar concreto de desarrollo de los hechos que se narran en
este relato: “una casa de campo o castillejo situado en las cercanías y no
lejos de Valparaíso”, parece indicar que se tratara de la hacienda Simón Verde,
por lo que estos no se desarrollarían en el término municipal de San Juan, sino en Gelves. Ciertamente, no es el primer estudioso que confunde esto, pues la
hacienda se halla limítrofe con nuestra localidad.
-El grabado que describe la
escena principal de este relato es del destacado y prolífico artista sevillano
Antonio María Esquivel (Sevilla, 1806 – Madrid, 1857).
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