"Al amor de la lumbre".
Luis García de Luna (Sevilla, 1834 – Madrid, 1867) fue periodista, escritor y autor dramático, amigo íntimo de Gustavo Adolfo Bécquer y su colaborador. Juntos firmaron varios libretos de zarzuela bajo el pseudónimo de “Adolfo García”.
Este
relato, titulado “Al amor de la lumbre” y cuya intrahistoria principal se
desarrolla en San Juan de Aznalfarache (así llamada incluso antes de 1890) y
sus alrededores, tal y como marcamos en el texto de la obra, se puede encontrar
dividida en estas publicaciones:
“La
América, crónica hispano-americana”, 8 de diciembre de 1861. Madrid.
“La
América, crónica hispano-americana”, 24 de diciembre de 1861. Madrid.
“La
América, crónica hispano-americana”, 8 de febrero de 1862. Madrid.
“La
América, crónica hispano-americana”, 24 de febrero de 1862. Madrid.
CAPÍTULO
I.
Son
las doce de la noche. El viento norte azota los vidrios de mi ventana, donde se
estrellan infinidad de copos de nieve, semejantes a blancas mariposas, seducidas
por la luz de mi bujía.
He
asistido en el teatro a la representación de una comedia insulsa, insulsamente
representada, y el hastío se ha apoderado de mi corazón: el sueño huye de mis
párpados. Cojo un libro, leo algunas páginas; pero la vaguedad de mi
pensamiento me impide enterarme; mis ojos descifran las letras, mas mi imaginación
no completa las frases...
Quiero
escribir, pero ¿sobre qué? No tengo ideas y, aunque las tuviese me sería
imposible coordinarlas. Nada conozco más horrible que estos momentos de perplejidad
del alma, en los que ni teme, ni desea, ni siente, ni goza. Nunca he comprendido
la vida sin las emociones; poco me importa que sean dolorosas o gratas. El
dolor, como el placer, tiene su encanto, su poesía, y una sucesión continuada de
diversos sentimientos; destruye la monotonía, que es la muerte del espíritu. Yo
quiero llorar hoy, para reír mañana, para que el goce de la satisfacción
presente, sea mayor con el recuerdo de la pena sufrida. Si pudiéramos, a
nuestro antojo, arrancar algunas páginas del libro de lo pasado, no sería yo quien
profanase las que me recuerdan mis sufrimientos.
Un
gran poeta ha dicho que, a veces, una sola lágrima contiene más poesía que
cuantos poemas han escrito los hombres. ¡No renegaré yo del poema de mi vida,
siquiera porque sus más sentidos cantos están dictados por esa voz misteriosa a
la que llamamos destino!
¿Pero
qué hacer? Dentro y fuera de mi casa reina un silencio imponente. La noche
avanza perezosa; los gemidos del viento son menos frecuentes, más débiles y más
tristes. La nieve sigue cayendo en menudos copos que apenas tocan el suelo y
descienden pausados como los átomos en el aire, para no interrumpir el silencio
solemne en que se recoge la naturaleza.
Mi
alma es hoy compañera del mundo en ese letargo; el frío entumece mis miembros. La
luz de mi bujía se extingue en desiguales oscilaciones; el combustible se
acaba, y la luz, oculta en la concavidad del candelero, se alza por intervalos,
como los fuegos fatuos de un cementerio o las llamas siniestras de que se
valían los mágicos para sus maleficios. Esa luz asemeja la agonía de un moribundo;
sus débiles y momentáneos resplandores iluminan confusamente los muebles de mi
habitación y los revisten de formas fantásticas y terribles. Me parecen brujas
que danzan en uno de sus sábados infernales. Muera esa luz que recuerda la agonía:
el resplandor del fuego de la chimenea alumbrará el letargo de mi espíritu.
Sin
levantarme del sillón que ocupaba, apagué de un soplo la moribunda luz de la
bujía y fijé mis ojos en la chimenea, que era entonces mi único asilo, y que
también parecía querer abandonarme. Una llama azulada, tenue y pequeña, pugnaba
en vano por adherirse a los negros despojos de un tronco de encina, y corría
por las carbonizadas grietas, extinguiéndose unas veces y reviviendo otras,
pero sin iluminar nunca la estancia; algunas expirantes brasas, medio cubiertas
de ceniza, se destacaban en la oscuridad como los puntos de oro en los paños funerales.
El
ángel de la tristeza batía sobre mi frente sus negras alas y revestía, con el
crespón de su fúnebre ropaje, cuantos objetos me rodeaban. En los últimos
fulgores de aquel fuego, como en las desiguales oscilaciones de la luz de mi bujía,
vi una imagen de la muerte y, decidido a desvanecer aquellas visiones espantosas,
animé la lumbre del hogar. Muy pronto cien llamas pequeñas se alzaron en
diversos puntos y corrieron veloces a confundirse en una sola, donde se
reflejaban todos los colores del arco iris; gimió la leña, las cenizas tomaron
una tinta cárdena y, en el centro de la chimenea, se cruzaron mil chispas
brillantes, como en un día de sol las gotas que desprenden de sus alas los
pájaros marinos cuando secan sus plumas en las riberas. A la oscuridad del
aposento sucedió una luz vivísima que, por instantes, cambiaba de colores. El alegre
chisporroteo de la lumbre resonaba en mis oídos, como el rumor del ángel de la
tristeza al alejarse.
La
nieve continuaba cayendo; el viento había recobrado otra vez el imperio de la
noche y bramaba altivo, como el león en el desierto. La naturaleza parecía
despertar de su letargo y yo quise imitarla. Acerqué mi sillón a la lumbre y,
recostándome muellemente, seguí con mirada de complacencia los diversos giros
de la llama.
El
frío abandonó mis miembros; una sensación de bienestar desconocido se apoderó
de mi espíritu y bendije el invierno y el insomnio. Aquella chimenea encendida,
me recordó mil escenas de felicidad doméstica; en presencia de aquella lumbre bienhechora,
olvidé que vivía en Madrid, sin padres, sin hermanos, sin amigos. Así, la vida
pasada como la futura cruzaron ante mis ojos, tranquilas y dulces, como los
sueños infantiles, bellas y seductoras como un juramento de amor en los labios de
una virgen. Sucesivamente, fui siendo niño, joven y anciano y hallando en mi
camino quien me meciese en la cuna, quien creyese en mis ilusiones o quien
honrase mis canas.
Cerré
los ojos y, en aquella oscuridad profunda, vi destacarse algunos glóbulos luminosos
de mil colores, que en vano querrían buscarse en la naturaleza y que, para
distinguirlos, no hay palabras en ningún idioma. Variaban de luz y de tamaño cada
vez que en ellos fijaba la atención y se reproducían como las arenas en las
playas. Yo los veía crecer, presentar en cada giro un prisma más brillante; mas
no por eso hacían la oscuridad menos densa. Su disco se desvanecía sin
resplandor hasta perderse en las tinieblas o, si puede decirse así, eran las
tinieblas mismas revestidas de colorido; reminiscencias del fuego que vagaban
entre las pupilas y los párpados.
Aquellos
glóbulos de luz sin brillo, sin color y sin trasparencia, tomaban formas de monstruos
o de hombres. Ya eran seres informes extraños al mundo conocido; ya rostros
divinos que me sonreían y que dilataban sus labios y sus facciones hasta
hacerlos horribles; ejército de fantasmas que, sin más lenguaje que la acción,
sin más sarcasmo que sus continuas metamorfosis, vagaban en mi presencia
burlándose de mi afán por distinguirlos. Y cuando quería prorrumpir en una
carcajada, para triunfar de su befa, volvían a las tinieblas de donde salieron,
y como al silbato del maquinista cambia la decoración de un teatro, así
cambiaban las vistas de aquel cosmorama misterioso.
Después
de los fantasmas, aparecieron ciudades sin habitantes vagando en el vacío;
prados sin verdura; arroyos sin corrientes; cimas de montañas; rocas
descarnadas y bosques talados; todo desprendido del eje universal, poblando sin
ningún eslabón que los uniera, la región inmensa del pensamiento.
Así
soñé el mundo en su última hora, cuando a la voz de Dios, los muertos abandonasen
sus tumbas y el universo se deshiciese en átomos, para ir a confundirse entre
la nada.
Abrí
los ojos, y la brillante llama de la chimenea disipó aquellas visiones, que
habían puesto mi imaginación en un estado muy próximo al delirio. Lo que a mi
vista se ofrecía no era ya fuego: las moléculas de aquel elemento ardiente se
habían animado; su alegre chisporroteo era para mí un idioma inteligible.
Estaba demente, pero mi momentánea demencia era inefable y embriagadora, como
los sueños del árabe que se duerme con el hastingh para visitar el Edén.
De
pronto, la llama perdió su fuerza y se iba debilitando por instantes. Yo seguía
inmóvil en mi asiento y resguardado del frío. Por seguir esos sueños encantados,
descuidé la lumbre y, cuando reparé en ella, apenas era un despojo. Para
animarla, corrí a la mesa, tomé a la ventura algunos papeles, y los arrojé en
la moribunda llama, que creció hasta perderse en el cañón de la chimenea. Muy
pronto, el fuego rechazó el papel convertido en negra ceniza, cuyas ligeras
partículas llegaban hasta mis pies, impulsadas por la fuerza repulsora de la
lumbre.
Una
de ellas me llamó la atención, porque tenía la forma de un libro, cuyas hojas
no pudo desunir el fuego, a pesar de reducirlas a pavesas: varias ráfagas
brillantes cruzaban de aquí para allá, pero respetando siempre algunas líneas
rojas que
parecían
letras. Redoblé mi atención, y leí claros y distintos estos dos nombres:
<<MAGDALENA
Y SANDOVAL>>
Aquellas
letras de fuego, fijas momentáneamente en un puñado de cenizas, me recordaron
la mano prodigiosa que, en el festín de Baltasar, escribió el terrible aviso.
Había arrojado a la lumbre uno de mis más queridos recuerdos: los trozos de
papel
en
que yo había apuntado la felicidad de dos de mis mejores amigos, dulce episodio
en que me cupo una parte activa. La historia de aquella enamorada pareja se
presentó a mi imaginación y, deseando recrearme con ella, fui recordando uno por
uno todos sus detalles.
CAPÍTULO
II.
En
un ignorado café de uno de los más apartados barrios de la villa, hace dos años
que mi amigo Enrique Sandoval y yo nos hallábamos fumando un cigarro después de
apurar las tazas que nos habían servido.
Era
una noche de invierno, pero templada y serena. Nos disponíamos a marchar,
cuando una mendiga, joven y con un niño en brazos, se acercó a nuestra mesa y
nos pidió limosna. Engreídos en nuestra animada conversación,
apenas levantamos los ojos y, con voz indiferente, contestamos con esa frase obligada:
<<Perdone usted, por Dios.» La mendiga exhaló un suspiro que a mí me pareció
escapado del alma; en ese instante, vino a cobrar el mozo del café y, mi amigo
Enrique, para pagarle, extendió en la mesa algunas monedas de cinco francos.
Miré
a la mendiga: una gruesa lágrima asomaba a sus ojos y se alejó de la mesa, con
paso débil y vacilante.
-“¿Vamos?”,
me preguntó Sandoval.
-“Espera
un instante: estoy observando una cosa”.
Enrique,
para dar tregua a mi observación, púsose a jugar, distraído con la ceniza de su
cigarro, y yo seguí, con mirada curiosa, los pasos de la mendiga.
Fuese
acercando, uno por uno, a los escasos concurrentes al café, y haciéndoles la
misma demanda que a nosotros: unos la daban igual contestación; otros, algunas
monedas de cobre. En uno de los espejos del salón, se retrató la figura de
aquella infeliz y, entonces, pude observarla a mi antojo.
Era
una joven como de veinte a veintidós años, rostro hermoso, aunque demacrado, y
facciones distinguidas. Los ojos hundidos eran de un negro azabache, y sus
arqueadas cejas parecían palmas funerarias, colocadas sobre la tumba de la hermosura.
En sus delicados labios no había matiz, y sus mejillas llevaban impresa la
huella de una larga y penosa enfermedad.
Lo
que empezó por curiosidad llegó a ser interés, y seguí con ojos ávidos los más
leves movimientos de la mendiga. Yo no veía en ella una de esas infelices que,
implorando un día y otro la caridad pública, llegan a hacerse una costumbre de
la mendicidad y, con rostro y acento tranquilos, confían sus miserias al primer
transeúnte. La lágrima que brotó de sus párpados, al oír la helada fórmula <<Perdone
usted, por Dios>>, frase que, algunas veces, es la síntesis de la caridad
humana; la indignación que reveló su semblante al ver que había un hombre que
enseñaba su dinero y negaba un socorro a la pobreza; y más que nada, su ninguna
insistencia para obtener la limosna, me hizo creer que aquella infeliz era
víctima de una gran desgracia, y acudía a la mendicidad por la primera vez en
su vida. La pobreza, como el crimen, tiene su cinismo. Si es horrible ver a una
mujer que, sucesivamente, se despoja de la inocencia y del pudor, de esas galas
con que la naturaleza quiso revestirla, para formar la parte poética de la vida
del hombre y, haciendo una torpe mercancía del amor, que es su esencia, pasa
sus horas en impuras bacanales; si nos llena de indignación ver que un hombre
reniega del trabajo y busca su sustento en el pillaje, en el robo o en el asesinato,
no daña menos al espíritu quien, prescindiendo de su dignidad, sagrado deber
que Dios y el mundo nos imponen, hace gala de su desnudez y lujo de sus miserias,
para convertir en criminal industria las lágrimas y los padecimientos. La
dolorosa costumbre de ver pulular en las calles esos fanfarrones de la pobreza,
ha hecho que nuestros oídos no sepan distinguir el verdadero acento del dolor,
y nuestros ojos confundan el llanto del corazón, con el que solo asoma a los
párpados, para corroborar una mentira. La pobre del café no pertenecía a esa
raza desgraciada de la humanidad, y nosotros fuimos injustos al rechazarla
groseramente. Seguí observándola: sus vestidos eran miserables, pero aseados.
La multitud de amargas consideraciones que a no dudar se agolpaban en su mente
y fatigaban su trabajado espíritu, no eran bastantes a impedir que, de vez en
cuando, mirase con maternal solicitud al niño que llevaba en los brazos, y
exhalase un suspiro, contemplando su escuálido rostro. Aquel inocente debía ser
su hijo, quizás próximo a morir de hambre.
Un
remordimiento se apoderó de mi corazón: había tenido a mi lado el sufrimiento,
y yo volví el rostro para no verlo; había implorado mi caridad, y yo no le di
ni una palabra de consuelo.
Iba
a levantarme de la silla para reparar mi indiferencia, pero me asaltó una idea
y me contuve: mi socorro a la miseria sólo podía ser momentáneo; Sandoval era
rico, honrado y generoso y, en más de una ocasión, había dado pruebas de su caridad
sublime, practicándola de muy distinto modo que la practica el vulgo. Decidí
interesarle en la suerte de la mendiga.
Esta
se disponía a abandonar el café.
-“Ahí
viene la pobre de hace poco”, le dije a mi amigo. “Al principio, no reparé en ella;
pero después me he fijado y la conozco: es una verdadera necesitada”. En este
instante, la pobre pasaba por nuestro lado: Sandoval se acercó a ella y le puso
en la mano una moneda, no con tanto disimulo que su acción fuese para mi
desapercibida.
-“Mil
gracias, caballero, en mi nombre y en el de este niño”.
Esta
manera de demostrar su gratitud una mendiga, completamente extraña a las
fórmulas que esas infelices tienen adoptadas, me reafirmó más y más en la idea
de que no pedía limosna sino a costa del inmenso sacrificio de su vergüenza.
Constante
en el propósito de que Sandoval se interesase en la suerte de aquella mujer, a
quien suponía al borde de un abismo, porque siempre la extremada pobreza fue
mala amiga y peor consejera, fragüé en mi mente, para contársela a mi amigo,
una fábula en que la mendiga fuese heroína interesante.
Salimos
a la calle, la desconocida iba ya algo distante de nosotros; encaminé nuestros pasos
en la misma dirección.
-“¿Tienes
algo que hacer esta noche?”, pregunté a Sandoval.
-“No”.
-“¿Quieres
que paseemos? La noche convida”.
-“No
tengo inconveniente”.
-“¿Diste
limosna a la pobre?”.
-“Sí,
me dijiste que era una verdadera necesitada”.
-“No
lo sabes bien”.
-“¿Luego
la conoces a fondo?”.
-“Bastante.
Si no fuera por temor de entristecerte, te contaría su historia, que no carece
de interés”.
-“Puedes
hacerlo; así como así, no sabemos en qué pasar la noche”.
-“Pues
vamos por este lado, si te es igual”.
Me
agarré del brazo de mi amigo y, tomando la misma dirección que la joven,
arreglé nuestro andar de modo que no la perdiésemos de vista, ni ella notase
que la íbamos siguiendo.
-“Se
Irala de una familia respetable”, dije, “y no extrañarás que oculte los
verdaderos nombres de mis héroes, así como el lugar de la acción”.
-“Es
muy justo”, me contestó Enrique. “Yo mismo iba a suplicártelo, para que así tu
historia se asemejase mas a una novela”.
-Si
has visitado alguna vez las frondosas márgenes del Guadalquivir, desde el sitio
en que, bañando la fértil y risueña campiña de Sevilla, se extiende como una
sábana de azul y plata, y va a perderse en el océano, no habrás dejado de
admirarte en presencia de aquel panorama encantador, donde están reunidas en
miniatura todas las galas de la naturaleza: especie de festín con que el
caudaloso río quiere obsequiar a los viajeros que surcan sus alegres aguas.
Donde quiera que vuelvas la vista, hallarás vegas dilatadas cubiertas de mieses
o tapizadas de verdura; pequeñas montañas, risueñas y floridas, como los oasis
del desierto; álamos seculares y esbeltos, verdes mimbres, nacidos como Venus
de entre la espuma, y hasta perderse, en los horizontes, mil y mil casitas de
guardas o haciendas de labor, colocadas sin orden ni simetría, como un diseminado
bando de blancas palomas. El batir de las alas de un millón de ánsares que se
bañan en la orilla; el canto diverso de mil aves distintas, que bajan al río
para apagar su sed; los gorjeos del ruiseñor, que oculta sus amores en las
espesas copas de los árboles; y los alegres cantares de Andalucía, en boca de
aldeanas o pastores, todo llegará a tu oído en confusa, pero grandiosa melodía,
y le figurarás que escuchas el himno de gratitud con que la naturaleza debió
saludar al Ser Supremo después de la creación.
Siguiendo
la orilla derecha del río Guadalquivir, que a no dudar es la más pintoresca,
cruzan ante la admirada vista del viajero varios pueblecillos de blancas y
alegres casas de un solo piso y que, desde lejos, parecen manadas de nevados
corderos que pacen en los prados. Hay algunos cuyo vecindario no excede de cien
personas y, sin embargo, se dan el pomposo nombre de villa.
En
Andalucía, son muy contadas las aldeas, y sus habitantes no admiten la
calificación de aldeanos. La pereza y el orgullo son los mejores distintivos
del carácter andaluz; pero ni nos importan los fueros de esas poblaciones; me
basta con que, desde Sevilla, vengas conmigo al primer pueblo que borda la
margen derecha del Guadalquivir, y que tiene por nombre San Juan de
Aznalfarache.
Más
por ahora, dejemos a la izquierda a San Juan y, subiendo al cerro elevado, a
cuyos pies se extiende, lleguemos al antiguo convento que hay en la cima,
convento que en lo antiguo fue una fortaleza árabe, y hoy se alza aislado y
orgulloso como el altivo señor de aquella comarca. No necesitamos subir al
empinado campanario para abarcar con la vista un panorama inmenso, y además
hallaríamos cerradas las puertas del templo que solo se abren los días festivos,
para que asistan a la misa los vecinos de San Juan: quedémonos en el pórtico
que corta a pico la montaña y domina tanto como la más erguida torre.
Un
hombre como de veinte y cinco años, vestido con chaqueta, pantalón largo y
sombrero calañés, traje que no se desdeñan de usar los caballeros andaluces
cuando salen al campo, pasea de un extremo al otro del pórtico, parándose
algunas veces y mirando con marcada impaciencia, ya a la verja de entrada, ya
al olivar que rodea el convento, ya al vasto paisaje que se extiende a su vista
y cuyos horizontes son el Guadalquivir y la oriental Sevilla.
Atado
por la brida a uno de los hierros de la verja, está un caballo de pura raza
cordobesa, que impaciente como su amo, agita sus rizadas crines y hace saltar
al impulso de su casco las mal seguras piedras del pavimento.
<<¡Las
cinco!>>, exclama el desconocido mirando su reloj, <<y esa muchacha
no viene>>. Pasan las horas con extremada rapidez, y es preciso lomar una
resolución.
Media
hora trascurrió todavía, que para el desconocido debió ser eterna y, convencido
quizás de que ya no vendría la persona a quien esperaba, disponíase a montar
sobre su caballo, cuando llegó a su oído la voz dulce de una mujer que entonaba
uno de los melancólicos cantares de Andalucía.
El
joven que, según todas las apariencias debía ser su amante, exhaló un grito de
alegría y voló a la reja para recibir a la persona que cantaba; mas apenas
había dado algunos pasos, apareció en la puerta una joven que, difícilmente,
tendría dieciocho años: vestía el traje sencillo y airoso de las lugareñas de
Andalucía, compuesto de monillo y saya da percal estampado, pañoleta blanca sin
bordados ni flecos, y unos zapatos más breves que el diminuto pie que ceñían.
Los solos adornos de la cabeza eran algunas flores naturales, prendidas al lado
izquierdo, y la negra y sedosa cabellera, partida por delante en dos rizos, y
recogida atrás en una trenza caprichosa a que dan el nombre de castaña.
Era
la joven de talle esbelto y gracioso; sus negros y rasgados ojos miraban como
para penetrar en el alma y se bajaban luego como avergonzados de su osadía; sus
sonrosados labios, ya parecían abrirse para el amor, ya para el desdén, y un
hoyo leve en cada mejilla, parecían el nido de las Gracias donde se disputaban
la preferencia del Amor.
Había
en el aire de aquella niña una mezcla de inocencia y de altivez, de reserva y
de abandono que seducía; y ora la asemejaba a las más poetizadas divinidades de
la sociedad culta, ora a la rústica mujer de la naturaleza. Enganchado, en el
brazo izquierdo, llevaba una canastilla de flores que se entretenía en deshojar
apenas respiraba su aroma.
-“¿Hace
mucho que me esperabas, Fernando?”, preguntó al desconocido, retirando por un
movimiento natural la mano que este quería asir entre las suyas. “Más de una
hora”.
-“Pues
no te enfades, porque, de lo contrario, daré yo también en la gracia
de
incomodarme por todo”.
-“¿Acaso
te doy motivos?”.
-“No;
al fin es lo que me dicen las muchachas del pueblo. Tú vives en Sevilla, vas a
visitas, a reuniones, ves a otras mujeres más seductoras, y sabe Dios...”.
-“Si
no hicieras caso de esas simplezas…”.
-“Tienes
razón, pero, a veces, no soy dueña de dominar la duda que me atormenta el alma.
Siento celos contra no sé quién y, entonces, le odio”.
-“¡Aurora!”
-“No,
no le incomodes”, exclamó la niña con prontitud. “¿Quién sabe si lo que me
parece odio no es sino un exceso de cariño?”.
-“Pero
puedo llegar a serte indiferente”.
-“Eso
nunca. Mira mis sospechas”, añadió la joven, señalando el horizonte con su
blanca mano. “¿Ves aquellas nubes que se pierden en lontananza? Quizás se
alzaron de la tierra con el temerario intento de oscurecer los rayos del sol.
¿Y qué han conseguido? Huir presurosas de su fuego y vestirse de mil colores
brillantes para hacer más sublime su despedida.
-“Esos
temores nunca salen de ti, sino de tu familia”.
-“No
es extraño, porque me quieren y no te conocen. ¿Por qué le empeñas en que sea
un secreto nuestro amor?”.
-“Ya
te he dicho que mi madre lo llevaría a mal”.
-“¿Y
por qué?”.
-“Porque
vive sola y creería que la mujer que amase a su hijo se lo iba a robar”.
-“En
conociéndome me haría justicia, lejos de abrigar la sospecha que has indicado;
vería que, en vez de perder un hijo, el cielo le daba dos”.
El
toque de oraciones separó a aquella amante pareja, que aún permaneció largo
rato, sentada en el pretil del pórtico, hablando de su amor y de su felicidad.
Fernando montó sobre su caballo, que piafaba impaciente; se despidió de Aurora
y desapareció: muy pronto volvió a vérsele en el valle, donde nacen los muros
del convento. Aurora le arrojó una flor de su canastillo, y le saludó con su
pañuelo, hasta perderle de vista entre las sombras. Entonces, le envió un beso
con la mano y desapareció risueña por la senda que cruza serpenteando el cerro
y termina en San Juan.
Embebida
en sus felices pensamientos, no reparó la atolondrada niña en un joven, oculto
en uno de los pilares de la verja que, al sentir el leve crujir de su traje,
exhaló un suspiro; ni en una anciana que, desde el olivar, la había estado
observando, y al pasar junto a ella, dibujó en sus labios una maliciosa
sonrisa.
-“Le
ama, le ama; yo mismo lo he oído”, exclamó con desesperación el joven; no me
queda ninguna esperanza.
-“El
cazador herirá a la paloma; el mal triunfará del bien y la pobre Consuelo
quedará vengada”, pensó la anciana.
Y
absortos en sus reflexiones, sin reparar el uno en el otro, la anciana y el
joven abandonaron el puesto en que, respectivamente, habían hecho de
centinelas.
Aquel
joven era Miguel, el amante de Aurora, siempre fiel y siempre desgraciado.
Aquella anciana vivía en una choza aislada, lejos de San Juan. Los sencillos
habitantes del pueblo la llamaban indistintamente la Hechicera o la Vampiro,
fundados unos en su vida misteriosa, y otros en que todas las noches se la veía
rondar las tapias del cementerio, mas era pura y simplemente la madre de la
pobre Consuelo.
CAPÍTULO
III.
Miguel,
permaneció un rato inmóvil, a cierta distancia del pórtico, mirando, ya a la
senda que conduce a San Juan, ya al camino de Sevilla, por donde desapareció
Fernando. Las sombras se hacían cada vez más densas y ocultaban, casi por
completo, a la enamorada joven que se deslizaba por el cerro como un hada. “¡Ese
hombre me la roba! ¡A mí, que la amo tanto!”, murmuró Miguel, con sombría desesperación.
“Corazón imbécil, o déjame, o ilumíname”. El joven se cubrió el rostro con las manos
y oprimió su frente, como para impedir que estallase a impulso de los mil
pensamientos encontrados que le combatían.
Después,
con el ánimo que da una resolución tomada, exclamó: “Yo no puedo vivir así; necesito
consejo, y lo buscaré”. Y dando la vuelta al convento, desapareció por el
olivar contiguo, con paso firme y resuello.
En
la misma dirección caminaba la anciana, cruzando por entre los olivos, como esos
fantasmas lúgubres que la superstición ha hecho vagar por las noches alrededor
de las tumbas. Miguel la seguía a alguna distancia. Ambos continuaron andando por
espacio de un cuarto de hora, sin que Miguel la diese alcance. Pasaron el
olivar y algunos sembrados, y al fin la anciana se detuvo ante una choza, que
ocultaba su pobreza entre dos pequeñas colinas. Al rumor de los pasos, un
enorme perro que guardaba la puerta, empezó a ladrar; y apenas reconoció a su
ama, saltó de alegría, trocando en demostraciones de cariño sus ladridos amenazadores.
La
anciana empujó la puerta y penetró en la choza, precedida del perro y
extendiendo las manos para no tropezar. Tocó una tabla tija en la pared, tomó
de ella una pajuela y la encendió en la lumbre que espiraba en el suelo; la
acercó a un candil de gancho, y pronto una luz más viva, pero no menos
siniestra que el azufre, iluminó aquella estancia miserable. No me detendré
mucho en describir esas moradas de forma cónica y de una sola habitación,
donde, sin embargo, viven algunas veces familias numerosas; manera de construir
en los tiempos primitivos que la pobreza ha hecho respetar; especie de cárcel
lóbrega, perdida en la inmensidad de la naturaleza; mansión de tinieblas entre
raudales de luz.
La
choza de la Vampiro estaba alzada con el solo objeto de hallar un resguardo
contra las inclemencias del viento, de la lluvia y de la escarcha. Los hombres
se diferencian menos cuanto más se acercan a la naturaleza. Una cortina blanca,
que dividía la choza en dos habitaciones; un espejo de cornucopia; una mesa de
pino sin pintar y ennegrecida por el tiempo; dos cántaros sujetos en la pared
con travesaños de madera, un pico y un azadón, componían el menaje de aquella morada.
Algunos ladrillos, colocados de pie y formando un circulo imperfecto, marcaban
en el suelo un espacio para la lumbre.
El
perro lanzó un aullido sordo y se avanzó a la puerta; la anciana se volvió a
aquel lado y divisó una sombra en el umbral. Era el amante de Aurora. La
anciana, reconociéndole, le dijo: “Entra y siéntate, Miguel: no tengas miedo de
mí que, aunque me llaman la Hechicera, mis hechizos no te harán daño. Los
maleficios de la mujer no dañan a los hombres, cuando la maga tiene sesenta
años, la cabeza cana y arrugada la frente. Más hechicera es Aurora y la temes
menos”.
-“¡Tía
Mercedes!”.
-“Sé
lo que le trae a mi choza; pero habla”.
-“No
sé lo que pasa por mí, exclamó Miguel, después de una breve pausa; el corazón
quiere salírseme del pecho y un peso horrible oprime mi frente. Quisiera
llorar, y las lágrimas huyen de mis ojos; quiero triunfar de mí mismo, y
sucumbo en la lucha. Tía Mercedes, si es cierto que usted lee en los corazones,
compadézcase del mío y deme un remedio”.
-“¡Insensato!”.
-“Si
no hay, en lo humano, medio de cambiar el corazón de Aurora, usted lo hallará.
Nos conocemos, y conmigo es inútil el disimulo. El pueblo entero lo dice, y todos
no pueden engañarse. Usted, durante la noche, abandona la choza, deja la forma
humana, y trocada en espíritu, vuela al cementerio; allí mueve la tierra que
cubre a los cadáveres recién enterrados, hace con su aliento circular la sangre
helada y la bebe; vuela luego al lecho donde duerme la enamorada doncella, y
deposita en su pecho esa sangre de la muerte, que trueca el corazón que era de fuego
y hace que la doncella aborrezca a quien amaba. Yo exijo ese servicio: que
Aurora aborrezca a su amante, y es de usted todo cuanto poseo. Mi vida, si es
necesaria. Sea mía la sangre que se filtre en su corazón”.
-“¡Sacrílego!”,
gritó la vieja horrorizada. “¿Sabes que un cementerio es sagrado como la casa
de Dios? ¿Yo, turbar el reposo solemne de las tumbas? ¿Yo, profanar el lugar
imponente donde la eternidad empieza? Nada puedo hacer por ti. Has tocado la
llaga más profunda de mi corazón. Dios le lo perdone, y déjame en paz”.
-“Me
aleja usted de su lado, sin darme los consejos que tanto necesito”, exclamó
Miguel, con amargura y disponiéndose a partir.
-“Pierdes el tiempo. Tu rival lleva otro traje que tú; el sol resplandece en su cabello, como en una bruñida medalla de oro; sus manos son delicadas; su rostro no está curtido por las inclemencias del cielo; monta un caballo fogoso; se cubre de alhajas; sus palabras son dulces; sus miradas penetran el corazón… Tú eres el tosco hijo de la naturaleza; en ella, perdido; y por ella, castigado con el trabajo y las privaciones. No has visto más mundo que tu cuna, ni te extenderás más allá del sepulcro, que lo tienes a las puertas de tu casa. En tan breve camino no se aprende a convertir en fuego un corazón que es de nieve.
Para
eso se necesita recorrer el mundo, que es inmenso, como Fernando lo ha recorrido,
como lo recorre todos los días. ¡Y abrigas el loco deseo de que Aurora te ame!
¿No comprendes que es imposible, que ha puesto sus ojos en lo que ella cree que
es el cielo, y que, si alguna vez los baja hasta ti, le parecerás lodo y nada más
que lodo?”.
-“¡Oh!
Pues entonces...”.
-“¿Qué?”.
-“Nada,
nada. El infierno me ha inspirado un pensamiento horrible. Yo no quiero, no
puedo ser asesino”.
Estas
últimas palabras de Miguel apagaron un destello de diabólica esperanza, que
iluminó los ojos de la tía Mercedes: “¿Y dices que la amas?... ¡Mentira!”,
exclamó. “O no tienes corazón, porque ves con indiferencia el triunfo de tu
rival. ¿Y no te ahoga el despecho? ¿No se subleva tu sangre?”.
-“¿Me amaría Aurora si yo matase a Fernando, no ya hiriéndole por la espalda, traidoramente, sino cara a cara, como enemigo leal? ¿No me miraría con horror? Llevaría siempre ante mis ojos una nube de sangre inocente, porque la maldad de la víctima no santifica al verdugo”.
-“Es verdad, Miguel”, exclamó la anciana saliendo de su estupor. “Dios no quiere sangre y, derramándola, no se endulzan los dolores. ¡Y yo he podido darte ese consejo horrible! ¡Dios mío! Yo, que tantas veces he admirado tu clemencia y tu justicia, he podido olvidarme de ti. Es imposible, algún espíritu tentador se habría apoderado de mi mente. ¡Tú me vengarás, Dios mío! ¡Tú me vengarás!”. La tía Mercedes cayó de rodillas y, con la frente humillada, sus labios murmuraron una oración.
Miguel,
de pie, la contemplaba en silencio a alguna distancia. Por espacio de algunos
minutos ambos permanecieron en la misma posición. Compadecido Miguel de la
anciana, se adelantó hacia ella y le dijo con dulzura: “Vamos, tía Mercedes, no
hay que abatirse de ese modo; Dios lee en los corazones, y si el de usted está
sano, perdonará lo que la lengua le ha ofendido”.
-“¡Ay, Miguel!”, exclamó la anciana, dejándose levantar por el joven. “Es que el dolor me vuelve loca; que no puedo perdonar a quien me ha ofendido, porque le veo todos los días, y todos los días crece mi odio; me olvido de la religión, de la humanidad; y cuantos objetos me rodean, quisiera convertirlos en instrumento de mi venganza”.
-“¿Tanto
le ha ofendido a usted ese hombre?”.
-“A
él le debo la desgracia de mi vida: La pérdida de mi hija, ¡de mi pobre
Consuelo!”.
-“¿También
le amó?”.
-“Con
frenesí”.
-“¿Y
era buena?”.
-“¿Muere
de amor quien no lo es? Ese hombre no tiene corazón; lo tiene corrompido. No
era así su noble y generoso padre. Si levantara la cabeza, le confundiría”.
-“¿Y
no tuvo Consuelo quien la defendiera?”.
-“Era
huérfana de padre. ¿Ni de qué armas dispone una joven inocente para resistir a
la seducción?”.
-“¿Tanto
le amaba?”.
-“Su
último pensamiento fue una oración por la felicidad de Fernando; el último
encargo que me hizo fue que le perdonase… ¡Hija mía!”, exclamó la anciana, con voz
entrecortada por los sollozos. “Bien sabes que quisiera cumplir tu piadoso
deseo, pero me es imposible, porque al lado de tu sepulcro veo siempre a tu
asesino”.
Hubo
una pausa solemne, durante la cual la anciana derramaba abundante llanto y
Miguel seguía la multitud de pensamientos que se agolpaban en su mente. Desde
que oyó a la tía Mercedes acusar a Fernando de ser el seductor de su hija,
concibió una sospecha horrible: Aurora podía ser otra víctima inmolada en aras
del capricho de aquel joven corrompido; Aurora, tan pura, tan modesta, el ídolo
de su corazón, la única felicidad de su vida. Era preciso salvarla a toda
costa.
-“Tía
Mercedes”, dijo por fin, dirigiéndose a la anciana. “Mucho respeto ese llanto;
Dios lo recibirá y, en cada lágrima, hallará usted un aumento de su gloria.
Ahora no extraño nada; si creo volverme loco cuando pienso que puede morirse
Aurora, que no me ama, ¿qué ha de sucederle a quien pierde el apoyo, el consuelo
de la vejez? Pero la inocencia deja de serlo, cuando toma por su mano la
venganza y no la confía a Dios, único que puede castigar. No deseo a nadie la
suerte de Fernando.
La
tía Mercedes se levantó y, tomando la mano del joven, le dijo con voz solemne:
-“Ya
lo has visto, Miguel; el dolor me hace ser blasfema, y luego pretendo lavar con
lágrimas el pecado. Vivo sola; las gentes huyen de mí y me llaman la Vampiro o
la Hechicera, porque no saben que voy a orar sobre el sepulcro de mi hija.
¿Quieres ser mi amigo? Tú tienes un alma grande y comprendes la mía, porque
eres desgraciado y la fortalecerás cuando desmaye, como ahora”.
Miguel,
por toda respuesta, besó la mano de la anciana.
“Quiero
borrar mi falta con una buena obra”, continuó. “Fernando sedujo a Consuelo e
intenta hacer lo mismo con Aurora. Ella sucumbirá, porque es sencilla y está
enamorada. El demonio, que se había apoderado de mi espíritu, me hacía ver con
feroz complacencia lo mucho que adelantaba Fernando en el camino de la
seducción. Mi estúpido egoísmo quería, para todas, la suerte de mi desgraciada
hija, pero el dedo de Dios ha tocado mi corazón: unámonos y lograremos salvar a
esa inocente”.
-“¿Y
cree usted que Aurora me dará su cariño cuando se convenza de la perfidia de
Fernando?”.
-“Si
te lo negase, seria indigna del tuyo y podrías despreciarla”.
En
aquel momento, el lúgubre y pausado toque de Ánimas se dejó oír a lo lejos. La
tía Mercedes cogió su linterna. “Es el toque de difuntos”, dijo. “Voy a cumplir
mi piadoso deber”. Ambos salieron de la choza, y la anciana se dirigió al
cementerio.
En
cuanto a Miguel, animado por un rayo de esperanza, que había nacido en su
corazón, no corría, volaba por el camino de San Juan, alegre y satisfecho como
si Aurora le esperase para que la condujera al altar. Los que se hayan
enamorado alguna vez en su vida, no calificarán de inverosímil esta alegría,
porque saben que el amor ambiciona mucho y, sin embargo, cuanto más
despreciado, es menos descontentadizo.
CAPÍTULO
IV.
Embebidos
en la narración de mi historia, mi amigo Sandoval y yo no reparamos en que,
insensiblemente, y siguiendo los pasos de la mendiga, habíamos atravesado casi
todo Madrid.
Al
fin, ella se detuvo en la calle del Escorial, delante de una casa de pobre
apariencia, abrió la puerta y desapareció a nuestra vista. Sandoval miró con
curiosidad a la fachada, para leer el número y, ayudado más por su deseo que
por la moribunda luz de la farola, pudo conseguirlo. Pocos momentos después una
luz opaca, como de vela de sebo, iluminó una de las ventanas de las
buhardillas.
Sandoval me propuso que continuara la historia en su casa; y en verdad que nada pudo proponerme que fuese más de mi agrado, porque si aplazo para otro día la continuación del cuento, hubiera sido muy posible que el final no tuviese ninguna analogía con el principio, y yo quería convertir en interés lo que, hasta entonces, sólo era curiosidad.
CAPÍTULO
V.
Vamos
ahora a San Juan; atravesemos sus mal empedradas calles y detengámonos a la
salida del pueblo, delante de una casa que nos será fácil distinguir, porque es
la última y la sola que, en aquella acera, se compone de planta baja, piso
principal y granero. No vayas a creer que todo este lujo arquitectónico, allí,
donde el arte por regla general no alza su vuelo más arriba de doce a catorce
pies, señala al viajero la morada del cura, del médico o del escribano.
Aquella es la habitación de los abuelos de Aurora, labradores de sangre limpia y honrada, que conservan pergaminos entre las cuentas de su labranza. Atravesando el dintel de la puerta, hallaremos un zaguán de unos ocho pies en cuadro, cerrado por un portón, cuya pintura quiere imitar a la caoba, alumbrado por un farol que pende del techo, colgado de una garrucha, y que baja o sube con el auxilio de un ramal de la cuerda que le sostiene, que está fija en la pared con una alcayata. Salvemos también el portón y nos hallaremos en una estancia más espaciosa que, en el fondo, se prolonga a manera de pasillo y termina en una puerta que abre paso al corral. Esta sala sirve a la vez de comedor y residencia habitual de la familia. A los dos lados del pasillo hay una alacena sin puertas y un tallero; aquella, surtida de pedernal de Cartuja, jícaras coronadas con naranjas, y vasos de cristal con ramos de flores; este, de tallas, que por lo blancas y limpias, convidan a beber; debajo del tallero hay una tinaja, y de la alacena nada, porque nada cabe.
Más
allá, pero guardando igual simetría, hay dos alcobas: una, de Aurora; y otra,
de su prima Rosa. Frente a estas habitaciones se ven otras dos, que son la
sala, a la que podríamos dar el nombre de estrado, usando de una hipérbole algo
violenta, y la especie de oficina donde se instruye a los trabajadores en sus
respectivas faenas, se les abona los jornales, se les admite o se les despide.
El dormitorio del estrado sirve a los abuelos; y el de la oficina, a Perico
que, sobre ser algo pariente y prometido de Rosa, es también mayordomo, capataz
y factótum de la familia. A la puerta de todas las habitaciones que he ido
enumerando, lucen blancas colgaduras, rematadas con faralaes de a tercia, y
recogidas con lazos en forma de pabellones.
En
el momento en que entramos en la casa, toda la familia se halla en el comedor,
y rezando el rosario, que guía el abuelo, sentado en un enorme sillón de pino
torneado y pintado de negro, con listas verdes y amarillas. La abuela hace
calceta en otro sillón semejante y, de cuando en cuando, rechaza a un corpulento
gato, que se obstina en subir a la falda. Rosa y Aurora hacen labor. Perico
acaricia algunas veces a un perro de
Presa,
que duerme a sus pies, o tira bolitas de papel a la antigua criada Teresa, que
alterna las avemarías con las cabezadas.
Por
donde quiera que extiendas la vista, verás el orden más perfecto y el aseo mas
esmerado. La limpieza en esos pueblecitos de Andalucía es un verdadero frenesí.
Rosa
lleva un traje igual al de su prima Aurora. Perico viste un marsellés con
coderas y alamares, calzones abiertos, con botones de muletilla y bolines de
cuero. La abuela se distingue por su papalina de encajes y cintas de color de
café; y el abuelo, por un traje cuya fecha se remonta a principios del siglo.
Compónese de una prenda de seda, que no es bastante larga para pasar por
casaca, ni bastante corta para que se la tome por chaqueta; quizá, en sus
tiempos primitivos, sería lo primero, pero las modificaciones que la necesidad
ha ido reclamando, le han dado una forma indefinible. Una corbata blanca con
puntas de encaje, un chaleco con honores de chupa, un calzón negro ceñido a la
rodilla por un cordón con borlas de seda, una media blanca y unos zapatos con
hebillas de plata. Tal era el traje del venerable abuelo que, fanático de las
costumbres de sus padres, nunca había podido transigir con las de sus hijos y,
mucho menos, con las de sus nietos que, más de una vez, pero siempre en balde,
habían querido influir en su ánimo, para que se dejara corlar la trenza de
cabello que pendía sobre su espalda.
Terminado
el rezo, empezó la cena: el abuelo pronunció el benedicite e hizo plato a su
familia.
-“Anda,
zopenco”, dijo Teresa, sacudiendo el brazo a un mozo que estaba junto al
farolillo y que, seguro que le tocaría parte de la cena, se había puesto a
esperarla durmiendo. “ni siquiera eres como el perro del herrero, que se
despertaba al ruido de los dientes”.
-“¡Que
siempre has de estar riñendo, mujer! Come y calla”, exclamó el abuelo.
-“¿Qué
quiere usted, don Bernardo? Si yo no tengo la sangre de horchata; pero no será
porque trago poca saliva; y no digo más, que ya su merced me entiende. Mire
usted qué listo anduvo esta noche para buscar a la señorita Aurora, y vino
media hora después que ella. También la niña tiene un alma”...
Las
mejillas de Aurora se cubrieron de un vivísimo carmín. En los labios de Perico,
vagó una sonrisa maliciosa.
“La
niña, por coger flores”, continuó Teresa, “se está en el huerto, y maldito si
le importa que los demás estemos con cuidado”...
Perico
se puso a cantar entre dientes esta copla:
-“A coger
frescas rosas
corre una
niña...
Plegué a Dios no
se hiera
con las espinas”.
Mas
de pronto, interrumpió su canto, y exhalando un grito de dolor, se llevó la
mano al brazo izquierdo. Era que Rosa, para impedirle que continuase su cantar
epigramático, le había tirado un fuerte pellizco.
El
eterno reñir de Teresa; el rubor de Aurora, que aparecía a cada alusión dirigida
a sus amores; los epigramas de Perico; los pellizcos con que Rosa los cortaba;
y las continuas exhortaciones del abuelo, para que en la mesa se guardara la
compostura conveniente, dieron animación a la cena de aquella patriarcal
familia.
Ya
iban a levantar los manteles, cuando sonaron en el portón dos aldabonazos.
Teresa fue a abrir, y penetró en la estancia un hombre como de sesenta a
sesenta y cinco años, de corta estatura y rechoncho; pocas arrugas surcaban su
estrecha frente, sobre la que caía un mechón de cabellos; sus ojos, hundidos
bajo la carnosidad de los párpados, sus anchas y pobladas cejas, su chata
nariz, sus abultadas mejillas y su boca, algo más que mediana, revelaban un
hombre muy honrado, pero de muy corto entendimiento.
-“Bienvenido,
don Gerónimo”, le dijo el abuelo. “¿Qué vientos le traen a usted por aquí,
señor alcalde?”.
-“Vengo
a hablar reservadamente con usted y con mi señora doña Antonia”.
Don
Bernardo cogió del brazo a su esposa y, seguido de don Gerónimo, penetró en la
sala. Cerró la puerta y, después de algunos preliminares, que no son del caso,
el alcalde se expresó en estos términos:
-“Ustedes conocen a mi sobrino Miguel; el muchacho vive muy desazonado y quiero y que ustedes sepan el porqué, es el único objeto de mi visita. Hace ya algún tiempo que anda triste y pensativo; no va los domingos a la plaza con los muchachos de su edad. Ya recordarán ustedes que no tenía otro pío que su cantar y su guitarra; volvía del trabajo y, después de cenar, salía por esas calles de Dios a dar músicas a las novias de todos sus amigos. Si se trataba de una broma, él era el primero en pagar su escote. Pero ahora, ha dado una vuelta tal, que no le conozco. Yo le he dicho mil veces: <<Miguel, tú eres joven; gracias a Dios, tienes algún caudalito, y no te has de morir de hambre; todos te quieren en el pueblo y, sin embargo, parece que te pesa la vida: ten pecho ancho, hombre, que las cosas y los tiempos han de tomarse conforme vienen>>. ¿Creen ustedes que sacaba algo con estos consejos? Lo que el negro del sermón: se me encogía de hombros y me volvía la espalda. Entonces, me puse a reflexionar sobre la causa de su abatimiento y, como uno ha sido también muchacho, me dije: <<Toma, pues es verdad. Lo que Miguel tiene es que está enamorado>>. Desde luego me propuse averiguar quién era la causa de su martirio; mas como él viene y va a Sevilla con tanta frecuencia, dudaba yo si le habrían echado el gancho por allá o por acá. Un día, el alguacil me dio parte de que mi sobrino, a cosa de las diez de la noche, salía diariamente de casa. Me la calé en seguida y dije: <<Pues, señor, para sacar aquel hilo, no hay cosa como seguir este ovillo>>. Me puse una noche de centinela y calen ustedes que, a cosa de las diez, mi hombre abre la puerta y sale; yo hago otro tanto, y anda por aquí, anda por allí, lo vi que se paró en la casa de una familia, a la que yo estimo y es de bastante respeto. Me agazapé en una esquina, para ver si a favor de la luna distinguía a la novia, pero nada, ni las ventanas se abrieron, ni alma viviente apareció por allí. Miguel estuvo más de una hora al pie de la reja, dando cada suspiro que partía el corazón... No quisiera mentir, pero me parece que lloraba. A l fin volvió a casa, y muchas noches se pasaron, él suspirando y yo, observándole. Como en este pícaro mundo hay más malas lenguas que buenas obras, eché mis cuentas y dije: <<Esto no puede seguir así; el mejor día del año pasa un curioso, ve a Miguel al pie de la reja, y le arma un chisme que no lo desenreda el mismo diablo>>. Fallábame averiguar quién era la causa de la melancolía de Miguel, porque en la casa que él rondaba hay dos muchachas tan lindas, que bien pueden competir con las rosas más frescas de mayo. Verdad que, en este caso, el acierto no era muy difícil, porque una de las dos tenía ya novio. Conque, compadres, creo que me he explicado lo suficiente para que ustedes comprendan que a quien ama Miguel es a Aurora. Vengo a pedir a ustedes la mano de la niña para mi sobrino”.
-“¿Pero
y si la niña manifiesta alguna repugnancia?”, objetó la abuela.
-“Aurora
hará lo que se la mande”, dijo don Bernardo con entereza.
-“Por
supuesto que lo hará”, contestó D. Gerónimo. “En cuanto a Miguel, no será
extraño que se vuelva loco de alegría. Estoy seguro de que me abrazará llorando
como un niño”.
-“¿Por
qué le has comprometido con el compadre, sabiendo que Aurora…?”, dijo doña
Antonia a su marido, terminada la sesión.
-“Ya
te he dicho que eso es un devaneo y que es preciso que acabe. Aurora es muy
sencilla y acabará por dar entrada en su pecho a una pasión desgraciada. Yo la
hablaré, procuraré convencerla y, si no lo consigo, seré inflexible”.
Cada
uno de los miembros de aquella familia tomaron su luz para acostarse. Al
dirigirse a su aposento, Rosa dijo á su prima:
-“Haz
un esfuerzo y olvida, Aurora: las intenciones de Fernando no son muy buenas”.
-“No
le conoces”, contestó esta, “me ama y es caballero. El día que adivinase en él
una intención villana, me moriría, pero moriría honrada”.
En
esto, se oyó la voz de Perico, que cantaba desde su cuarto:
-“La mujer en
amores
es leña verde,
que llora, se
resiste
y al fin se
enciende;
luego, encendida
ni resiste, ni
llora,
pero suspira”.
Algunos
momentos después, un silencio profundo reinaba en la casa. Todos dormían
excepto Aurora, en cuyos oídos seguía resonando el malicioso cantar de Perico.
CAPÍTULO
VI.
D.
Gerónimo no creyó necesario consultar a Miguel acerca de una inclinación que él
tenía por segura y, persistiendo en la idea de hacerle feliz por sorpresa, nada
le dijo de la conversación con los abuelos de Aurora, ni por consiguiente le
participó ninguna de las diligencias que hacía para que el matrimonio se
celebrase cuanto antes. Miguel continuaba meditando el medio de salvar a Aurora
de una asechanza infame, y repetía sus visitas a la choza de la tía Mercedes.
Lo
que había dicho D. Gerónimo era verdad: el pobre mozo no buscaba a sus
compañeros de juventud para solazarse con ellos, y andaba triste y solo.
Algunas veces, cruzaba por su imaginación la idea de que, si era bastante
dichoso para salvar a Aurora, el amor de ésta sería la recompensa y, entonces,
se abría su pecho a una felicidad inefable, ráfaga de luz que no tardaban en
oscurecer la realidad del presente y la incertidumbre del porvenir.
Quien
alguna vez haya experimentado esa sucesión continua de esperanzas y temores, de
dudas y de creencias, que son el tormento del alma cuando se obstina
en perseguir un objeto que huye de ella, comprenderá el horrible estado de la
de Miguel que, semejante a los presos que yacen en un calabozo, solo veía de la
luz un momentáneo destello, para quedar después sumido en las sombras de una
noche eterna.
Don
Gerónimo observaba los pasos de Miguel, pero ya no le inspiraba compasión, como
en otro tiempo, porque estaba seguro de convertirlas en felicidades y, a cada
suspiro que se escapaba del pecho del joven, respondía con una sonrisa tal que,
si puede decirse así, era la expresión de un epigrama lleno de ternura y de
afecto. Sucedíale lo que al verdadero gastrónomo: que come despacio para hacer
más duradero el placer de la gula; y cuando veía a Miguel, apoyado en las rejas
de alguna ventana, seguir con mirada distraída el vuelo de las aves y los
cambios caprichosos de las nubes, o bien, a solas en su estancia, agobiado por
sus tenaces pensamientos, con la frente reclinada en las manos, interrumpía su
meditación, dándole una cariñosa palmada en el hombro y diciéndole con cierta
socarronería:
-“Eres
el hombre más afortunado que come pan. El cielo te ha colmado de favores y tú
los agradeces con quejas. Pues, hijo mío, de desagradecidos está el infierno
lleno”.
-“Por
Dios, tío”...
Una
carcajada de don Gerónimo y una exclamación de impaciencia de Miguel ponían fin
a este diálogo, que se repetía tantas veces cuantas tío y sobrino se hallaban
cara a cara.
Las brumas, que las sospechas de Rosa y las indirectas de Perico, empañaban a intervalos el cielo de la felicidad de Aurora, se habían desvanecido completamente, dejando, como las nieblas, más pura y diáfana la atmósfera. La enamorada niña había vuelto al pórtico del convento, y en él había escuchado las apasionadas protestas de su amante. Después de una borrasca de temores y de dudas, ¿quién no ha experimentado, si ama, un consuelo celestial, una embriaguez divina al volver a la calma? Fernando se apoderó de la mano de Aurora y, esta vez, la joven ni siquiera pensó en retirarla. Su aliento se confundió con el de Aurora, y Aurora sintió, al respirarle, un placer desconocido, creyendo que así se confundían sus almas en una sola.
Fernando
había dado un paso más en el camino de la seducción; Aurora había retrocedido
ciento en el de su pureza y si, en aquel momento, Rosa le hubiera dicho:
«Desconfía de Fernando, que quiere burlarte», Aurora hubiera contestado:
«Fernando me ama; si me abandonase, moriría, pero moriría honrada». Esto
hubiera contestado la joven con toda la energía que da la convicción, pero una
voz misteriosa se alzaría para gritarle: «¡Mentira!», y Aurora procuraría en
vano sofocar esa voz fatídica, que seguiría resonando en sus oídos; haría
esfuerzos por sofocarla, y estos esfuerzos la irían arrastrando al abismo que,
a sus pies, tenia abierto la fatalidad.
Don
Bernardo, según había dicho a su esposa, creyó llegado el momento de que
concluyesen las relaciones de Aurora y Fernando y, lleno de alegría su paternal
corazón, con la propuesta de don Gerónimo, no dudó un momento de que su nieta,
en los deberes y goces tranquilos de la vida conyugal, olvidaría fácilmente los
delirios de un amor imposible, y se apresuró a concluir con el alcalde las
condiciones del casamiento.
Desde
aquel día, empezaron los preparativos para la boda, sin que los interesados
tuvieran de ello la menor noticia. Don Gerónimo callaba, porque insistía en sus
planes de sorpresa; don Bernardo, porque no quería dar a Aurora un sentimiento
que podría tener fatales consecuencias, si no se le prevenía para recibirlo. So
pretexto del qué dirán, no la dejaban salir nunca sin que Teresa la acompañase:
y a esta le dio orden de que no consintiese que hombre alguno hablase con
Aurora. La joven iba algunas veces al pórtico del convento, pero solo podía ver
a Fernando y saludarle cuando no le observaba Teresa. Un día, llegó a sus pies
un papel que empujaba el viento: era una cita de Fernando. El abuelo le había
cerrado las puertas y el amor le abrió las ventanas.
Desde
entonces, todas las noches, Aurora pelaba la pava en la reja; antes lo hacía en
el pórtico, a la luz del día, a la orilla de un camino por donde sin cesar
cruzaban los viajeros, teniendo por horizontes el cielo y las paredes de una
iglesia. Después, no la separó de su amante más que una reja; estaban
completamente solos, era de noche, su vista no alcanzaba más allá del rostro de
Fernando, y su aliento era el único ambiente que respiraba.
Al
fin, como todo tiene un término, lo tuvo también la reserva de don Gerónimo y
don Bernardo: un día, llamó este a su nieta y la dijo:
-“Hija
mía, creo que, desde que murieron tus padres, he ocupado su lugar dignamente,
pero mi conciencia no quedaría tranquila si el día de mí fallecimiento, te
dejara sola en el mundo, sin nadie que amparase tu juventud y tu inocencia.
Dios ha oído mis ardientes votos por tu felicidad, y me parece que ya la tengo
asegurada. No soy en esta ocasión el padre rígido que exige respeto mudo, sino
el amigo cariñoso, que se cree con derecho a tu ilimitada confianza. No mires
mis canas, fíjate solamente en mi corazón, que siempre ha estado abierto para
ti”.
-“¿Y
he dejado de pagar como debo ese cariño?”.
-“Sí,
Aurora. Acuso a tu edad, no a tus intenciones. Creéis las jóvenes que la
ancianidad es intolerante con vuestros legítimos deseos... No, Aurora; yo sé
que un alma joven es una peregrina en el mundo que, si no encuentra compañera,
desfallece antes de llegar al término de su viaje. Dios no quiere que viva
sola, y ella cumple el precepto divino. Tú amas”.
-“¿Yo?”.
-“No
lo niegues, porque sería en vano. Si a la juventud toca la iniciativa; a la
madurez, la vigilancia. Yo te he vigilado y he sorprendido el secreto de tu
corazón. Amas a un caballero sevillano que se llama don Fernando de Mendoza”.
-“Pues
bien; sí, es verdad”.
-“Me
apercibí de esa inclinación casi al instante mismo de nacer. La vaguedad de tu
pensamiento; la tristeza de tu mirada; el desdén con que, repentinamente,
miraste cuanto hasta entonces había formado los placeres de tu vida, me
mostraron tu corazón, y en él leí, como en un libro abierto. No quise sofocar un
sentimiento naciente, del que acaso pendían tu tranquilidad presente y tu felicidad futura; quise solo saber si el hombre que lo había inspirado lo
merecía; procuré indagar y he sabido...”.
-“¿Qué?”.
-“Baste
decir que Fernando no te merece; que no debes seguir esas relaciones. Mas como
yo tengo ya un pie en la tumba y no quiero que a mi muerte quedes abandonada,
he concertado tu casamiento”.
-“¡Mi
casamiento! ¿Y con quién?”.
-“Con
Miguel, el hijo de don Gerónimo”.
-“Pero
si yo no le amo, ¿podré hallar a su lado la felicidad?”.
-“No
creas que los sentimientos son eternos. Todo se olvida fácilmente si ponemos
algo de nuestra parte y nos ayudan las circunstancias. Piensa que, de mis
labios, jamás ha salido una palabra sin ir encaminada a tu bien; que, si te
prohíbo ese amor, es porque te perjudica; que el de Miguel puede hacerte feliz
y que mí último suspiro será muy amargo, si cuando lo exhale, te dejo sola en
el mundo. Reflexiona y, después, me contestarás”.
Aurora, al verse sola, dejó correr libremente el llanto que le abrasaba los ojos. El corazón de la pobre niña sostenía una lucha horrible de encontrados sentimientos. Pudo su amor quedar triunfante de los consejos de su prima, joven como ella, y de las punzantes bromas de Perico: aquella podía engañarse, y éste obrar impulsado por la especie de rencor con que los sencillos lugareños miran a los que, la fortuna o la educación, hace superiores a ellos en cierto modo. Pero esta vez había escuchado las mismas sospechas, las mismas acusaciones, y llegaban a su oído con la autoridad que prestan las canas.
Todas
las palabras de don Bernardo llevaban un sello de convicción y un acento de
interés, que obraban poderosamente en el ánimo de Aurora. Pero la desdichada
joven, cuando procuraba sofocar los gritos de su amor para seguir los consejos
del abuelo, sentía dilatarse la llama en que se consumía y, a su luz
fascinadora, veía crecer, multiplicarse y tomar formas distintas todas las ilusiones
que ya al lado de Fernando, ya gozándose con su recuerdo, habían fraguado sus
delirios amorosos.
La
joven se oprimió la frente con las manos, temerosa de que estallase, no siendo
bastante para contener tantas y tan encontradas ideas y, perdida en su confuso
laberinto, solo pudo exclamar: «¡Dios mío!, ¡Dios mío!».
Ya
hacía algún tiempo que todos en la casa dormían; Aurora solamente velaba. Un
agudo y prolongado silbido se oyó en la calle; la joven se estremeció. Era una
señal para advertirla de que Fernando la aguardaba al pie de la reja. Aurora
luchó consigo misma para no acudir a la cita: oyó uno y otro silbido... La
misma inmovilidad.
-“Yo
sabré dominarme”, dijo. “Trabajo me costará, pero sofocaré mi amor”.
En
esto sonaron algunos golpes dados en los cristales de la ventana.
“¡Imprudente!”,
exclamó Aurora, “al fin hará que le oiga mi familia”. Y por un movimiento
instintivo, abrió las puertas de la reja.
Las
cosas más leves suelen hacer más peso en la balanza de nuestro destino. Un
temor pueril obligó a Aurora a abrir la ventana... ¿Qué influencia no ejercería
el amante en la lucha que torturaba su corazón? El amor contrariado es como las
aguas que sujeta un dique: se agitan en su centro, sin lograr excederse de su
nivel; romped el dique y se desbordarán. Al principio le pareció que el abuelo
exageraba; después, ya era intolerante; más tarde, le calificó de visionario.
Aurora
y Fernando quedaron reconciliados. Dios sabe cuántas lágrimas costó a la pobre
niña aquella reconciliación.
CAPÍTULO
VII.
Miguel
volvía de su trabajo, triste como de costumbre; don Gerónimo le salió al
encuentro, diciéndole con acento mezclado de solemnidad y cariño:
-“Ea,
Miguel, llegó la hora de que acaben tus melancolías. Voy a descubrirte el gran
secreto de tu felicidad: he resuelto casarte”.
-“¿Y
en eso cree usted que hallaré mi ventura?”, le contestó el joven. “Gracias,
estoy muy bien soltero”.
-“Eres
un aturdido. ¿Qué sabes tú si casándote serás feliz o desgraciado, si todavía
no te he dicho el nombre de la novia?”.
-“Ni
me importa saberlo”.
-“Me
parece que vas a parar en una jaula de loco. ¿Crees que no he conocido de dónde
proviene esa tristeza continua? Tú estás enamorado, Miguel”.
El
joven, por toda respuesta, bajó los ojos y exhaló un suspiro.
-“¿Ves
cómo no he pensado ningún disparate?”, continuó don Gerónimo. “Ahora que he
adivinado tu secreto, voy a descubrirte el mío. Como yo he sido también
muchacho y sé de dónde provienen las penas, cuando se tiene tu edad, comprendí
que el amor era la causa de todas ellas. Supe que, todas las noches, a cosa de
las diez, salías de casa; seguí tus pasos y vi que ibas a rondar a la del
compadre. Entonces, me dije: <<pues, señor, si Miguel ama a Aurora, no
hay más recurso, sino que se case con ella>> y, sin decirte una palabra,
porque no había para qué, he ido preparando las cosas de modo que ya solo falta
la bendición del cura”.
-“Aurora
ama a otro”.
-“¿Del
pueblo?”.
-“No,
señor, de Sevilla”.
-“Algún
mozalbete estirado; algún almacén de modas con más olores que una perfumería”.
-“Justamente”.
-“¡Bah!
¡bah! ¿No comprendes que, eso y nada, todo es una misma cosa? Cuento con la
voluntad del abuelo, que es lo principal. En cuanto a ella, hará lo que todas:
mañana trocará en risas las lágrimas que hoy vierta. Se desvanecerá su locura
poco a poco, y al fin te amará más que a ese pisaverde”.
-“Usted
me hace entrever el cielo y temo quedarme en la tierra”.
-“Si
quieres que todo te lo demos amasado y cocido... Pon algo de tu parle: no creas
que, gimiendo y llorando, es como se conquista el corazón de una mujer”.
-“¿Y
si nos engañásemos y Aurora sintiese por su novio una verdadera pasión? ¿No
seríamos los dos más desgraciados?”.
-“Mira,
dice el refrán que, quien da primero, da dos veces; cásate tú con ella que, lo
que pueda suceder luego, no lo sabemos ninguno de los dos”.
-“No
me atrevo a decidirme; mañana le contestaré a usted”.
-“Pues
hasta mañana”.
Miguel quedó algún tiempo meditando sobre las palabras de su tío, sin poder tomar ninguna resolución.
-“Es imposible”, exclamó, “yo nunca podré decirme lo que debo hacer; es preciso que algún extraño venga en mi ayuda”.
Y
a pesar de que la noche estaba ya bastante avanzada y caía la lluvia a
torrentes, se dirigió a la choza de la Vampiro.
CAPÍTULO
VIII.
Durante
todo el tiempo que Fernando permaneció en la reja de Aurora, no solo recibiendo
la fe de un alma a cambio de sus juramentos hipócritas, sino robando del rostro
de la joven el fresco matiz de la inocencia, para que nunca volviera a
embellecerlo, el cielo se había cubierto de espesas nubes, y algunas gotas de
agua gruesas y continuadas daban indicios de próxima tormenta. Fernando se
apresuró a despedirse de Aurora, después de darle formal palabra de que no se
verificaría su proyectado enlace con Miguel.
-“Tanto
está en tu interés como en el mío impedir ese casamiento”, exclamó Aurora con
la timidez del rubor, y ahora, “no solo te lo debe mandar tu amor, sino
también...”.
-“Mi
conciencia”.
-“Puesto
que conoces el deber, no dejarás de cumplirlo. La lluvia arrecia; tienes que ir
hasta Sevilla... Adiós. ¡Ah! Cuando veas a tu madre, dale un beso, además del
que tengas por costumbre, y dile que es de parte de su hija. ¡Si supieras qué
deseos tengo de abrazarla!... Yo la llamaré <<madre mí>>, y al
pronunciar estas palabras no se inundarán mis ojos de lágrimas, porque el cielo
me habrá devuelto la madre que perdí al nacer. Adiós”.
Fernando
se separó de Aurora, y ésta le siguió con la vista hasta perderle en un recodo
de la calle. Entonces, cerró quedito las puertas de la ventana y se dirigió de
puntillas a su alcoba.
Apenas
se había acostado y recreaba su imaginación con el recuerdo de los juramentos
de Fernando, juramentos hechos con lágrimas en los ojos y la indiferencia en el
corazón, Perico, que volvía de dar de comer a los bueyes, entonó á medía voz
uno de sus maliciosos cantares. Aurora interpretó la copla como un aviso de la
Providencia; pero el fuego había prendido, y todas las lágrimas de la joven no
fueron suficientes para sofocar la llama.
La
lluvia caía con fuerza; el viento mecía en el aire la tempestad que tronaba
horrible; los relámpagos iluminaban, a cada momento, la densa oscuridad de la
noche, con su luz cárdena y siniestra. Fernando se dirigió a una plazuela y dio
una palmada a un hombre que, guarecido de la lluvia, bajo el dosel de un retablo,
dormía a pierna suelta. Dos caballos estaban atados por la brida a una ventana
inmediata. El hombre se despertó; ambos montaron y salieron del pueblo.
Fernando iba delante, envuelto en una manta murciana, y el criado, algunos
pasos detrás, en cuerpo gentil y dando diente con diente, no tanto por efecto
del frío, como por el de la lluvia que le calaba los huesos, A algunos pasos de
distancia de San Juan, el camino de Sevilla se divide en dos; uno espacioso,
que es el Real, y otro tortuoso y estrecho llamado de la Corta, que corre por
la orilla del Guadalquivir y conduce a la ciudad con grande economía de tiempo
y de terreno. Fernando se quedó parado al llegar a la encrucijada.
CONCLUSIÓN.
Apenas amo y criado atravesaron el valle y avistaron el Guadalquivir, la vereda se fue estrechando, hasta hacerse una senda tortuosa y difícil, que apenas permitía el paso a un solo caballo, y esto con grande riesgo, pues por la izquierda se rozaba con un valladar de pitas y moras silvestres y, por la derecha, estaba cortada a pico y descubría un abismo, cuyo fondo eran las aguas del río, que corrían calladas y serenas, señal indudable de su mucha profundidad. La luna que, hasta entonces, había estado alumbrando penosamente, ocultó su último rayo de luz moribunda, y era tan densa la oscuridad de la noche, que sólo a favor de algún relámpago podían nuestros viajeros apercibirse del peligro en que, a cada paso, se hallaban sus vidas. Al fin se convencieron de que era humanamente imposible seguir adelante; la lluvia había inutilizado el camino y, torciendo las riendas a los caballos, anduvieron a la ventura, en busca de algún cortijo en donde pasar la noche. Al poco rato de vagar por aquellas soledades, distinguieron una luz y se dirigieron a aquel sitio. Era la cabaña de la tía Mercedes.
Envuelto
en una manta cordobesa y con el sombrero echado a los ojos, Miguel se dirigió a
la choza de la Vampiro, empujó la puerta, que cedió fácilmente y, absorto en
sus pensamientos, penetró en aquella humilde estancia que se hallaba
completamente a oscuras. La tía Mercedes había ido a hacer su cotidiana visita
al cementerio; Miguel encendió el candil y animó la lumbre. La anciana no se
hizo esperar mucho tiempo. El objeto del joven era pedir consejo a aquella
mujer; le refirió el paso dado por don Gerónimo, los temores que abrigaba de
que Fernando adelantase en el camino de la seducción, y añadió que estaba
resuelto a evitarla a todo trance, a robar a Aurora, a llevársela tan lejos que
no pudiera seguirle el recuerdo de aquel amor y obligarla, por medio del
escándalo, a que aceptase su mano.
La
anciana le hizo observar que un casamiento, después de un rapto, no es bastante
para hacer callar la maledicencia; que, puesto que los abuelos de Aurora
consentían en el enlace, debía apresurarlo, dejar que obrase la violencia, para
después ir, poco a poco, ganando el corazón de aquella pobre niña y apartándola
de un cariño que, algún día, no podía dejar de serle muy funesto.
-“Dice
usted bien, tía Mercedes”, exclamó Miguel. “La prudencia aconseja que, entre
dos males, se elija el menor y, más quiero la eterna indiferencia de Aurora, que
su eterna desgracia”.
En
este momento, dieron repetidos golpes a la puerta.
-“¿Quién
va?”, preguntó la tía Mercedes.
-“Dos
viajeros perdidos, que piden un asilo contra la lluvia”, contestaron desde
fuera.
Aquella
voz hizo estremecer a la tía Mercedes, que exhaló un grito comprimido. Miguel
abrió la puerta; la anciana hubiera querido impedírselo, pero no pudo moverse
de su puesto; las palabras del viajero la dejaron inmóvil, como una estatua.
Algunos momentos después, Fernando, seguido de su criado, entraba en la choza.
-“Felices
noches”, exclamó el joven. “Gracias por el generoso hospedaje que se nos
concede; de no haber encontrado francas las puertas de esta casa, hubiéramos
tenido que pasar la noche al raso, debajo de algún olivo, lo cual no nos
hubiera sido muy lisonjero; sin embargo, si en manera alguna estorbamos,
díganlo ustedes con franqueza y nos retiraremos”.
-“Nadie
llama inútilmente a mi puerta cuando pide hospitalidad; bien lo sabe el señor
don Fernando de Mendoza”, contestó la tía Mercedes.
Al
reconocer Fernando a la anciana, dio un paso hacia la puerta e hizo una seña a
su criado para que le siguiese; pero la tía Mercedes se colocó delante,
impidiéndole el paso.
-“La
Providencia le ha traído a usted a mi casa”, dijo, y tenemos que hablar”.
-“¿Para
recordar escenas que a ambos nos llenen de dolor?”.
-“No
hablaremos de lo pasado, sino de lo presente y lo por venir. Usted no puede
negarse a escucharme, porque yo no me he negado a franquearle mi casa”.
-“Estoy
dispuesto a escucharla, pero...”.
-“Sea
sin testigos”.
Miguel cogió su manta y se dispuso a partir; a una señal de su amo, el criado hizo lo mismo y quedaron solos en la choza Fernando y la tía Mercedes; esta arrojó algunos pedazos de leña en la lumbre, que tomó cuerpo y alumbró la estancia con una luz cárdena, pero más intensa que la moribunda del candil. La tía Mercedes invitó a Fernando a que tomase asiento, y le dijo: “Quizás nuestra conversación no será del todo estéril; ya que ha habido una víctima de la desgracia, quiero impedir que se sacrifique la segunda. Usted ama a Aurora”.
Fernando
no pudo contener un movimiento de sorpresa.
-“Lo
sé”, continuó Mercedes. “Sé también que el señor don Fernando de Mendoza no
descenderá nunca, por mucho que lo prometa, hasta el punto de casarse con una
mujer que, criada en la sencillez de los pueblos, podría sonrojarle en ese
mundo elegante que frecuenta. Diré más: la idea de casamiento nunca ha pasado
por la imaginación de usted y, habiéndome yo constituido en madre adoptiva de Aurora,
no puedo consentir que sea burlada infamemente”.
-“Usted
interpreta mis sentimientos a su modo, fundada en un triste suceso del que yo
no fui responsable“.
-“¿Pues
quién?”.
-“Las
circunstancias...”.
-“¡Las circunstancias! ¿Las circunstancias le obligaron a usted a inspirar un amor que luego había de calificarse de imposible? ¿Las circunstancias secaron ese corazón? ¿Las circunstancias encendieron la discordia en el seno de una familia honrada, postraron en el lecho de muerte a una joven, le arrancaron el último suspiro? Y usted cediendo a ellas, ¿nunca vino a endulzar su agonía con una palabra de consuelo....? ¡Horribles circunstancias! Pero ni el mal tiene ya remedio, ni ahora se trata de mí hija, sino de Aurora; desde el momento en que espiró mí hija, muerte de la que usted fue la única causa, abandoné el pueblo y me vine a habitar esta choza, porque ni podía soportar las indiscretas murmuraciones del vulgo, ni la intensidad de mi dolor consentía testigos. Quería además estar más cerca de la tumba de Consuelo, para que no estuviese en muerte tan olvidada como lo estuvo en vida. Sola en el mundo, sin el único apoyo que el cielo me había deparado, mi carácter cambió completamente; hui de la sociedad porque la odiaba, y hasta me olvidé de Dios, para pensar tan solo en la venganza, que era el afán eterno de mi vida. Perdida en la inmensidad de mi dolor, quería comprender en él a todas las madres; insultaba al cielo, pidiéndole para todas las mujeres el destino de mi hija. Una tarde, por casualidad, le vi a usted en el pórtico del convento; Aurora estaba a su lado. Sin duda, le juraba su amor, y usted utilizaba esos juramentos para que le facilitasen el camino de su deshonra. Porque al verle a usted profanar la memoria de Consuelo, en vez de la indignación natural, en mi odio, sentí inundarse mi pecho de una infernal alegría. Desde aquel momento espié con cuidadoso afán los progresos que hacia el amor de Aurora: a cada nuevo paso que, en mi concepto, daba encaminado a su perdición, se aumentaba mi gozo inhumano; era un placer estúpido y criminal, lo confieso, pero mi delirio no lo conocía. Una noche, como de costumbre, fui a acompañar el sepulcro de Consuelo, y a ofrecerle la seguridad de que no era ella sola en su desgracia. Era una noche horrible; el viento silbaba desencadenado, la lluvia caía a torrentes, los árboles se desgarraban, y las flores, que yo coloqué en el sepulcro, habían volado a impulsos del huracán. Un fúnebre ciprés inclinaba por intervalos sus ramas melancólicas sobre la tumba, como queriendo ampararla en el abandono en que la veía. Busqué aquellas flores, tributo de mi cariño, y estaban esparcidas por el cementerio. Las recogí marchitas, desojadas, sin matices, sin aromas; y volví a colocarlas en la tierra removida. Me puse a orar y, al terminar mi plegaria, habían desaparecido otra vez. Sentí una cosa húmeda que tocaba mi frente... Eran las ramas del ciprés que, de nuevo, engalanaban la tumba en su abandono. Quise besar aquellas hojas bienhechoras, que desafiaban las inclemencias del huracán, y huyeron de mí, presurosas, a posarse sobre otro sepulcro. Entonces comprendí que todos mis dones habían sido una profanación, porque a mi pecho había tocado la gangrena, y caí sin sentido en el helado pavimento. Cuando volví en mi razón, la lluvia había cesado; una brisa suave refrescaba mi frente. El ciprés nos cubría con sus ramas a la tumba y a mí; un mar de lágrimas inundó mis ojos, y mis labios pronunciaron estas palabras: <<¡Pobre Consuelo! ¡Pobre Aurora!>>. El alma de mi hija había arrancado la venda que me cegaba: Dios permitió que viera mi alma y la encontré horrible. Aquel mismo día y, como para afirmar mi resolución de volver bien por mal, amor por encono, Dios envió a mi casa una persona, modelo de abnegación en el cariño. Era un hombre, me habló de su amor a Aurora y de los celos horribles que le atormentaban. Un resto de espantosa ceguedad me indujo a aconsejarle un crimen, como medio de acabar con sus desdichas, y aquel hombre antes consintió en el sacrificio de su amor, que en el crimen que le aconsejaba. Hizo su deber, y yo olvidé el mío, pero Dios permitió que lo recordara al instante: Juré ser en el mundo el ángel custodio de Aurora, y estoy resuelta a cumplir ese sagrado juramento”.
-“Me
pondrá usted en el caso de usar de una aspereza inconveniente y que repugna a
mi voluntad”, interrumpió Fernando. Ruego a usted que terminemos esta
conversación ya demasiado larga y enojosa desde su principio”.
-“Es
imposible”, contestó Mercedes. “Tenemos que arreglar definitivamente este
asunto”.
Fernando,
sin contestar una palabra, se alzó de su asiento, terció en el brazo la manta
que se hallaba en el suelo y, haciendo con la cabeza un saludo a Mercedes, se
dispuso a abandonar la choza. La anciana, con una viveza incomprensible en sus
años, ganó de un salto la puerta, echó el cerrojo y torció la llave que guardó
en su bolsillo.
-“¡Mercedes!”,
gritó Fernando, ciego de ira y dirigiendo a la anciana una mirada terrible y amenazadora,
que se cruzó con otra orgullosa y tranquila.
-“Sin
que usted renuncie a Aurora, no se abrirá esta puerta”, dijo Mercedes.
-“Me
impone usted una hospitalidad muy generosa”.
-“Pronuncie
usted una sola palabra y quedará libre. Si don Fernando de Mendoza hubiera sido
únicamente el burlador de Consuelo y no también el seductor de Aurora, ni una
palabra hubiese salido de mis labios para acusarle, ni una sola que pudiese
hacerle molesta mi hospitalidad. Pero hemos llevado la cuestión a un terreno
inconveniente. Olvidémonos de todo; sé que, en vez de mandatos, he debido
hacerle súplicas. Pues bien, en nombre del amor de mi desdichada hija, le ruego
que acaben sus relaciones con Aurora. Estos sitios están llenos de la memoria
de Consuelo: el eco de vuestras protestas amorosas va a perderse en el lugar
que encierra sus despojos.... Fernando, esa es una profanación. Permítame usted
que penetre en el sagrado de sus intenciones, con la seguridad de que no me
equivoco. Consuelo oiría, sin indignarse, juramentos hechos por a la que usted
hubiese decidido hacer su esposa y rogaría a Dios la felicidad de ambos;
cualquiera otro amor la insulta y la escarnece. Mujeres hay en el mundo: Usted
es joven y dispone de todos los medios de la seducción; ellas acogerán ávidas
el amor que usted les ofrezca, pero lejos, lejos de este lugar que, para usted,
el primero, guarda un recuerdo triste y una lección severa. Además, considere
usted que, por satisfacer un capricho, va a destruir la paz de una familia
honrada y respetada, que va a hacer otra víctima que acaso pague con la vida su
funesta credulidad, y que destruye usted la dicha del hombre que ama con
delirio a Aurora y que está dispuesto a darle lo que de esas manos no puede
recibir.
Fernando
guardaba silencio y parecía conmovido; pero en realidad, meditaba. Las palabras
de Mercedes, en cuanto hacían relación a Consuelo, tocaron un momento su alma,
pero luego se estrellaron contra el baluarte de su egoísmo. Al hablar la
anciana de un hombre que estaba dispuesto a casarse con Aurora, un pensamiento
corrió rápido por la mente de Mendoza, y depositó en su corazón una esperanza.
Ya Aurora le había dado la mayor prueba de su amor, ¿no sería mañana un
obstáculo para él? Si otro hombre la hacía su esposa, ella, por naturaleza o
por necesidad, olvidaría el perjurio de Fernando, a quien no tendría derecho ni
ocasión para dirigir reconvenciones. Este era el desenlace más afortunado de
cuantos pudiera imaginar. Una sonrisa de satisfacción asomó en sus labios, pero
tan fugaz, tan leve, que pasó desapercibida a las fijas miradas de Mercedes,
que aguardaba la resolución de Fernando, con no menor ansiedad que un reo su
sentencia.
-“Mercedes,
tiene usted razón”, dijo Fernando, después de un breve rato de silencio. “La
Providencia me ha traído aquí y ella me ilumina en este instante; no quiero que
la desgracia alcance por más tiempo a aquellos a quienes inspiro cariño.
Renuncio, desde este momento, al amor de Aurora; cásese con ese hombre que
promete hacerla feliz; yo le abandono su corazón y ella también acabará por
olvidarme”.
-“Dios
nos escucha y recibirá esa solemne promesa”, replicó Mercedes. “En cuanto a usted,
señor don Fernando, hallará en sí mismo la recompensa de ese proceder tan noble
y generoso”.
La
incierta luz de la aurora puso fin a aquella entrevista. Fernando montó a
caballo, muy satisfecho de su destino, que le había presentado la ocasión de
deshacerse, con tanta comodidad, de una carga que, con el tiempo, había de
serle insoportable.
Miguel,
acariciando una ventura que nunca se atrevió a soñar, corrió en busca de don
Gerónimo, para anunciarle que estaba resuelto a aceptar la mano de Aurora.
Aquel fue un día de júbilo para ambas familias; don Bernardo, inflexible a las
súplicas y las lágrimas de su niela, le dijo terminantemente que se dispusiera
a ser esposa de Miguel en el término de una semana.
Aquella
misma noche, espiando el momento en que todos dormían, Aurora escribió a
Fernando la siguiente carta:
<<Fernando,
todos mis esfuerzos han sido inútiles para impedir mi proyectada boda con un
hombre a quien no puedo amar. Tu honor y el mío exigen una determinación
enérgica. Ven pronto a hablar con mi familia. Aurora>>.
Apenas
la joven había acabado de firmar la carta, Perico, que no parecía sino su
sombra, o mejor dicho su Providencia, entró en la estancia y vio el rápido
movimiento de Aurora al guardar la carta en el bolsillo. Convencido de que
trataba de enviar algún mensaje a Fernando, y resuelto a impedirlo, se puso al
acecho.
Aurora
llamó a un criado de toda su confianza y le entregó el billete; mas apenas el
mozo había salido de la casa, Perico, que seguía sus pasos cautelosamente, se
encontró en una esquina con Miguel, a quien dijo que le siguiera. Calculando
que el criado caminaba en dirección a Sevilla, Perico y Miguel, con objeto de
tomarle la delantera, torcieron por una calle escusada y le esperaron a la
salida del pueblo. El mozo no tardó en aparecer; y aunque contestó
negativamente a todas las preguntas de Perico, estrechado cada vez más, no pudo
resistir más tiempo y dejó en manos de los dos amigos el billete que le había
confiado Aurora.
Perico
y Miguel lo leyeron; descubierto el secreto de la deshonra de la joven, ambos
la quisieron vengar. Miguel alegaba su amor, su felicidad, que el proceder de
Fernando había hecho imposible; Perico, el deshonor en que aquella afrenta sumía
a su familia. Al fin se convino en que Miguel sería el encargado de tomar
venganza; dos días después se verificó un duelo a muerte, que a Miguel le costó
la vida, y del que Fernando salió herido de gravedad. Perico fue el único testigo
del desenlace de este drama.
Al
verse Fernando a las puertas de la muerte, repasó en su memoria toda su vida
anterior y, la proximidad de la tumba, le hizo conocer el arrepentimiento. Un
día, llamó a su madre y le pidió permiso para casarse con Aurora. La madre
accedió a los deseos de su hijo moribundo.
La
muerte de Miguel, como era natural, dio origen a un proceso que se sustanciaba
con rapidez, y la justicia desplegaba todos sus recursos para apoderarse del
reo. Entretanto, Fernando, contra todas las esperanzas de la ciencia,
experimentaba un considerable alivio, que siempre iba en aumento y era de creer
que, si no sanaba completamente, dilataría su vida algunos años. Habiendo
entrado en el período de convalecencia, creyeron los facultativos que, para su
completo restablecimiento, le convendría respirar otros aires más puros y le aconsejaron
que, inmediatamente, abandonase Sevilla. Así se hizo, en efecto, y Fernando fue
a establecerse en Córdoba con su familia.
Solo
a fuerza de dinero pudo sustraerse a las pesquisas judiciales: hoy vendía una
finca; mañana, otra, hasta que el proceso absorbió todo su caudal. Una pena
aguda le devoraba el corazón; los padecimientos morales despertaron los físicos
y, un año después de la noche en que fue herido, dejó de existir.
La
madre y la viuda, viéndose privadas de su único apoyo en el mundo, sin
relaciones y sin recursos, abandonaron Córdoba y se establecieron en Madrid,
creyendo hallar protección en algunos amigos del padre de Fernando que gozaban
de influencia.
Pero
la amistad no es siempre un modelo de constancia. Aurora y la madre de Fernando
recibieron, unos tras otros, cien desengaños, y apelaron a la labor como único
medio de subsistencia.
Hoy, la madre se encuentra enferma en el hospital; Aurora, también enferma, no puede dedicarse al trabajo con la constancia que exigen sus necesidades, e implora de noche la caridad pública, más para atender a la existencia de su hijo que a la suya propia. Aurora es la joven que nos pidió limosna en el café; el niño que lleva en sus brazos, el fruto de sus amores.
Sandoval
escuchó con religioso interés toda mi historia. Al día siguiente, él y yo llamábamos
a la puerta de la buhardilla de la mendiga: renuncio a describir la pobreza de
aquella estancia: esas miserables habitaciones tienen una desnudez común.
Sandoval
hizo creer a la joven que una persona desconocida le había encargado de
socorrer su miseria. Desde aquel día, menudeó sus visitas a la joven, y yo creí
notar en su interés algo más eficaz, más tierno que la amistad y la compasión.
La
casualidad hizo que, hasta entonces, no se hubiese descubierto la fábula con
que yo conseguí interesarle. Supo que se llamaba Magdalena, pero esto importaba
poco porque, al empezar el cuento, le dije que cambiaría el nombre de los personajes.
La discreción no es la cualidad que más distingue a los enamorados. Un día, Sandoval quiso saber sí merecía la confianza de Magdalena, y se empeñó en oír su historia de sus mismos labios. Entonces, supo que, hacía poco tiempo, había perdido a su hermana viuda que, por sola herencia, le había dejado aquel niño, que era soltera e hija de un teniente de infantería.
Esta historia, como se ve, era más sencilla que la de mi invención; pero interesó más a mi amigo que, sin celos, por vivos ni difuntos, me perdonó fácilmente mi mentira, como causa al fin de su felicidad, y sé casó con Magdalena. Ya hace de esto algunos años y su felicidad no se ha interrumpido.
Esta era la historia comprendida en el cuaderno, que devoraron las llamas de mi chimenea; pero estaba impresa en mi corazón y fácilmente pude recordarla. Si Sandoval y Magdalena, a quienes la suerte ha separado de mí, leen estas líneas, se convencerán de lo muy presentes que están en mi memoria.
Luis GARCÍA DE LUNA.
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