Al amor de la lumbre, obra dramática en San Juan de Aznalfarache 1861 - 1862

La verja de entrada al templo parroquial de San Juan de Aznalfarache, en la segunda mitad del siglo XIX y antiguo convento franciscano (hasta 1835), entorno de varias escenas de esta obra dramática.

"Al amor de la lumbre".

Luis García de Luna (Sevilla, 1834 – Madrid, 1867) fue periodista, escritor y autor dramático, amigo íntimo de Gustavo Adolfo Bécquer y su colaborador. Juntos firmaron varios libretos de zarzuela bajo el pseudónimo de “Adolfo García”. 

Este relato, titulado “Al amor de la lumbre” y cuya intrahistoria principal se desarrolla en San Juan de Aznalfarache (así llamada incluso antes de 1890) y sus alrededores, tal y como marcamos en el texto de la obra, se puede encontrar dividida en estas publicaciones:

“La América, crónica hispano-americana”, 8 de diciembre de 1861. Madrid.

“La América, crónica hispano-americana”, 24 de diciembre de 1861. Madrid.

“La América, crónica hispano-americana”, 8 de febrero de 1862. Madrid.

“La América, crónica hispano-americana”, 24 de febrero de 1862. Madrid.

 

CAPÍTULO I.

Son las doce de la noche. El viento norte azota los vidrios de mi ventana, donde se estrellan infinidad de copos de nieve, semejantes a blancas mariposas, seducidas por la luz de mi bujía.

He asistido en el teatro a la representación de una comedia insulsa, insulsamente representada, y el hastío se ha apoderado de mi corazón: el sueño huye de mis párpados. Cojo un libro, leo algunas páginas; pero la vaguedad de mi pensamiento me impide enterarme; mis ojos descifran las letras, mas mi imaginación no completa las frases...

Quiero escribir, pero ¿sobre qué? No tengo ideas y, aunque las tuviese me sería imposible coordinarlas. Nada conozco más horrible que estos momentos de perplejidad del alma, en los que ni teme, ni desea, ni siente, ni goza. Nunca he comprendido la vida sin las emociones; poco me importa que sean dolorosas o gratas. El dolor, como el placer, tiene su encanto, su poesía, y una sucesión continuada de diversos sentimientos; destruye la monotonía, que es la muerte del espíritu. Yo quiero llorar hoy, para reír mañana, para que el goce de la satisfacción presente, sea mayor con el recuerdo de la pena sufrida. Si pudiéramos, a nuestro antojo, arrancar algunas páginas del libro de lo pasado, no sería yo quien profanase las que me recuerdan mis sufrimientos.

Un gran poeta ha dicho que, a veces, una sola lágrima contiene más poesía que cuantos poemas han escrito los hombres. ¡No renegaré yo del poema de mi vida, siquiera porque sus más sentidos cantos están dictados por esa voz misteriosa a la que llamamos destino!

¿Pero qué hacer? Dentro y fuera de mi casa reina un silencio imponente. La noche avanza perezosa; los gemidos del viento son menos frecuentes, más débiles y más tristes. La nieve sigue cayendo en menudos copos que apenas tocan el suelo y descienden pausados como los átomos en el aire, para no interrumpir el silencio solemne en que se recoge la naturaleza.

Mi alma es hoy compañera del mundo en ese letargo; el frío entumece mis miembros. La luz de mi bujía se extingue en desiguales oscilaciones; el combustible se acaba, y la luz, oculta en la concavidad del candelero, se alza por intervalos, como los fuegos fatuos de un cementerio o las llamas siniestras de que se valían los mágicos para sus maleficios. Esa luz asemeja la agonía de un moribundo; sus débiles y momentáneos resplandores iluminan confusamente los muebles de mi habitación y los revisten de formas fantásticas y terribles. Me parecen brujas que danzan en uno de sus sábados infernales. Muera esa luz que recuerda la agonía: el resplandor del fuego de la chimenea alumbrará el letargo de mi espíritu.

Sin levantarme del sillón que ocupaba, apagué de un soplo la moribunda luz de la bujía y fijé mis ojos en la chimenea, que era entonces mi único asilo, y que también parecía querer abandonarme. Una llama azulada, tenue y pequeña, pugnaba en vano por adherirse a los negros despojos de un tronco de encina, y corría por las carbonizadas grietas, extinguiéndose unas veces y reviviendo otras, pero sin iluminar nunca la estancia; algunas expirantes brasas, medio cubiertas de ceniza, se destacaban en la oscuridad como los puntos de oro en los paños funerales.

El ángel de la tristeza batía sobre mi frente sus negras alas y revestía, con el crespón de su fúnebre ropaje, cuantos objetos me rodeaban. En los últimos fulgores de aquel fuego, como en las desiguales oscilaciones de la luz de mi bujía, vi una imagen de la muerte y, decidido a desvanecer aquellas visiones espantosas, animé la lumbre del hogar. Muy pronto cien llamas pequeñas se alzaron en diversos puntos y corrieron veloces a confundirse en una sola, donde se reflejaban todos los colores del arco iris; gimió la leña, las cenizas tomaron una tinta cárdena y, en el centro de la chimenea, se cruzaron mil chispas brillantes, como en un día de sol las gotas que desprenden de sus alas los pájaros marinos cuando secan sus plumas en las riberas. A la oscuridad del aposento sucedió una luz vivísima que, por instantes, cambiaba de colores. El alegre chisporroteo de la lumbre resonaba en mis oídos, como el rumor del ángel de la tristeza al alejarse.

La nieve continuaba cayendo; el viento había recobrado otra vez el imperio de la noche y bramaba altivo, como el león en el desierto. La naturaleza parecía despertar de su letargo y yo quise imitarla. Acerqué mi sillón a la lumbre y, recostándome muellemente, seguí con mirada de complacencia los diversos giros de la llama.

El frío abandonó mis miembros; una sensación de bienestar desconocido se apoderó de mi espíritu y bendije el invierno y el insomnio. Aquella chimenea encendida, me recordó mil escenas de felicidad doméstica; en presencia de aquella lumbre bienhechora, olvidé que vivía en Madrid, sin padres, sin hermanos, sin amigos. Así, la vida pasada como la futura cruzaron ante mis ojos, tranquilas y dulces, como los sueños infantiles, bellas y seductoras como un juramento de amor en los labios de una virgen. Sucesivamente, fui siendo niño, joven y anciano y hallando en mi camino quien me meciese en la cuna, quien creyese en mis ilusiones o quien honrase mis canas.

Cerré los ojos y, en aquella oscuridad profunda, vi destacarse algunos glóbulos luminosos de mil colores, que en vano querrían buscarse en la naturaleza y que, para distinguirlos, no hay palabras en ningún idioma. Variaban de luz y de tamaño cada vez que en ellos fijaba la atención y se reproducían como las arenas en las playas. Yo los veía crecer, presentar en cada giro un prisma más brillante; mas no por eso hacían la oscuridad menos densa. Su disco se desvanecía sin resplandor hasta perderse en las tinieblas o, si puede decirse así, eran las tinieblas mismas revestidas de colorido; reminiscencias del fuego que vagaban entre las pupilas y los párpados.

Aquellos glóbulos de luz sin brillo, sin color y sin trasparencia, tomaban formas de monstruos o de hombres. Ya eran seres informes extraños al mundo conocido; ya rostros divinos que me sonreían y que dilataban sus labios y sus facciones hasta hacerlos horribles; ejército de fantasmas que, sin más lenguaje que la acción, sin más sarcasmo que sus continuas metamorfosis, vagaban en mi presencia burlándose de mi afán por distinguirlos. Y cuando quería prorrumpir en una carcajada, para triunfar de su befa, volvían a las tinieblas de donde salieron, y como al silbato del maquinista cambia la decoración de un teatro, así cambiaban las vistas de aquel cosmorama misterioso.

Después de los fantasmas, aparecieron ciudades sin habitantes vagando en el vacío; prados sin verdura; arroyos sin corrientes; cimas de montañas; rocas descarnadas y bosques talados; todo desprendido del eje universal, poblando sin ningún eslabón que los uniera, la región inmensa del pensamiento.

Así soñé el mundo en su última hora, cuando a la voz de Dios, los muertos abandonasen sus tumbas y el universo se deshiciese en átomos, para ir a confundirse entre la nada.

Abrí los ojos, y la brillante llama de la chimenea disipó aquellas visiones, que habían puesto mi imaginación en un estado muy próximo al delirio. Lo que a mi vista se ofrecía no era ya fuego: las moléculas de aquel elemento ardiente se habían animado; su alegre chisporroteo era para mí un idioma inteligible. Estaba demente, pero mi momentánea demencia era inefable y embriagadora, como los sueños del árabe que se duerme con el hastingh para visitar el Edén.

De pronto, la llama perdió su fuerza y se iba debilitando por instantes. Yo seguía inmóvil en mi asiento y resguardado del frío. Por seguir esos sueños encantados, descuidé la lumbre y, cuando reparé en ella, apenas era un despojo. Para animarla, corrí a la mesa, tomé a la ventura algunos papeles, y los arrojé en la moribunda llama, que creció hasta perderse en el cañón de la chimenea. Muy pronto, el fuego rechazó el papel convertido en negra ceniza, cuyas ligeras partículas llegaban hasta mis pies, impulsadas por la fuerza repulsora de la lumbre.

Una de ellas me llamó la atención, porque tenía la forma de un libro, cuyas hojas no pudo desunir el fuego, a pesar de reducirlas a pavesas: varias ráfagas brillantes cruzaban de aquí para allá, pero respetando siempre algunas líneas rojas que

parecían letras. Redoblé mi atención, y leí claros y distintos estos dos nombres:

<<MAGDALENA Y SANDOVAL>>

Aquellas letras de fuego, fijas momentáneamente en un puñado de cenizas, me recordaron la mano prodigiosa que, en el festín de Baltasar, escribió el terrible aviso. Había arrojado a la lumbre uno de mis más queridos recuerdos: los trozos de papel

en que yo había apuntado la felicidad de dos de mis mejores amigos, dulce episodio en que me cupo una parte activa. La historia de aquella enamorada pareja se presentó a mi imaginación y, deseando recrearme con ella, fui recordando uno por uno todos sus detalles.

 

CAPÍTULO II.

En un ignorado café de uno de los más apartados barrios de la villa, hace dos años que mi amigo Enrique Sandoval y yo nos hallábamos fumando un cigarro después de apurar las tazas que nos habían servido.

Era una noche de invierno, pero templada y serena. Nos disponíamos a marchar, cuando una mendiga, joven y con un niño en brazos, se acercó a nuestra mesa y nos pidió limosna. Engreídos en nuestra animada conversación, apenas levantamos los ojos y, con voz indiferente, contestamos con esa frase obligada: <<Perdone usted, por Dios.» La mendiga exhaló un suspiro que a mí me pareció escapado del alma; en ese instante, vino a cobrar el mozo del café y, mi amigo Enrique, para pagarle, extendió en la mesa algunas monedas de cinco francos.

Miré a la mendiga: una gruesa lágrima asomaba a sus ojos y se alejó de la mesa, con paso débil y vacilante.

-“¿Vamos?”, me preguntó Sandoval.

-“Espera un instante: estoy observando una cosa”.

Enrique, para dar tregua a mi observación, púsose a jugar, distraído con la ceniza de su cigarro, y yo seguí, con mirada curiosa, los pasos de la mendiga.

Fuese acercando, uno por uno, a los escasos concurrentes al café, y haciéndoles la misma demanda que a nosotros: unos la daban igual contestación; otros, algunas monedas de cobre. En uno de los espejos del salón, se retrató la figura de aquella infeliz y, entonces, pude observarla a mi antojo.

Era una joven como de veinte a veintidós años, rostro hermoso, aunque demacrado, y facciones distinguidas. Los ojos hundidos eran de un negro azabache, y sus arqueadas cejas parecían palmas funerarias, colocadas sobre la tumba de la hermosura. En sus delicados labios no había matiz, y sus mejillas llevaban impresa la huella de una larga y penosa enfermedad.

Lo que empezó por curiosidad llegó a ser interés, y seguí con ojos ávidos los más leves movimientos de la mendiga. Yo no veía en ella una de esas infelices que, implorando un día y otro la caridad pública, llegan a hacerse una costumbre de la mendicidad y, con rostro y acento tranquilos, confían sus miserias al primer transeúnte. La lágrima que brotó de sus párpados, al oír la helada fórmula <<Perdone usted, por Dios>>, frase que, algunas veces, es la síntesis de la caridad humana; la indignación que reveló su semblante al ver que había un hombre que enseñaba su dinero y negaba un socorro a la pobreza; y más que nada, su ninguna insistencia para obtener la limosna, me hizo creer que aquella infeliz era víctima de una gran desgracia, y acudía a la mendicidad por la primera vez en su vida. La pobreza, como el crimen, tiene su cinismo. Si es horrible ver a una mujer que, sucesivamente, se despoja de la inocencia y del pudor, de esas galas con que la naturaleza quiso revestirla, para formar la parte poética de la vida del hombre y, haciendo una torpe mercancía del amor, que es su esencia, pasa sus horas en impuras bacanales; si nos llena de indignación ver que un hombre reniega del trabajo y busca su sustento en el pillaje, en el robo o en el asesinato, no daña menos al espíritu quien, prescindiendo de su dignidad, sagrado deber que Dios y el mundo nos imponen, hace gala de su desnudez y lujo de sus miserias, para convertir en criminal industria las lágrimas y los padecimientos. La dolorosa costumbre de ver pulular en las calles esos fanfarrones de la pobreza, ha hecho que nuestros oídos no sepan distinguir el verdadero acento del dolor, y nuestros ojos confundan el llanto del corazón, con el que solo asoma a los párpados, para corroborar una mentira. La pobre del café no pertenecía a esa raza desgraciada de la humanidad, y nosotros fuimos injustos al rechazarla groseramente. Seguí observándola: sus vestidos eran miserables, pero aseados. La multitud de amargas consideraciones que a no dudar se agolpaban en su mente y fatigaban su trabajado espíritu, no eran bastantes a impedir que, de vez en cuando, mirase con maternal solicitud al niño que llevaba en los brazos, y exhalase un suspiro, contemplando su escuálido rostro. Aquel inocente debía ser su hijo, quizás próximo a morir de hambre.

Un remordimiento se apoderó de mi corazón: había tenido a mi lado el sufrimiento, y yo volví el rostro para no verlo; había implorado mi caridad, y yo no le di ni una palabra de consuelo.

Iba a levantarme de la silla para reparar mi indiferencia, pero me asaltó una idea y me contuve: mi socorro a la miseria sólo podía ser momentáneo; Sandoval era rico, honrado y generoso y, en más de una ocasión, había dado pruebas de su caridad sublime, practicándola de muy distinto modo que la practica el vulgo. Decidí interesarle en la suerte de la mendiga.

Esta se disponía a abandonar el café.

-“Ahí viene la pobre de hace poco”, le dije a mi amigo. “Al principio, no reparé en ella; pero después me he fijado y la conozco: es una verdadera necesitada”. En este instante, la pobre pasaba por nuestro lado: Sandoval se acercó a ella y le puso en la mano una moneda, no con tanto disimulo que su acción fuese para mi desapercibida.

-“Mil gracias, caballero, en mi nombre y en el de este niño”.

Esta manera de demostrar su gratitud una mendiga, completamente extraña a las fórmulas que esas infelices tienen adoptadas, me reafirmó más y más en la idea de que no pedía limosna sino a costa del inmenso sacrificio de su vergüenza.

Constante en el propósito de que Sandoval se interesase en la suerte de aquella mujer, a quien suponía al borde de un abismo, porque siempre la extremada pobreza fue mala amiga y peor consejera, fragüé en mi mente, para contársela a mi amigo, una fábula en que la mendiga fuese heroína interesante.

 

Salimos a la calle, la desconocida iba ya algo distante de nosotros; encaminé nuestros pasos en la misma dirección.

-“¿Tienes algo que hacer esta noche?”, pregunté a Sandoval.

-“No”.

-“¿Quieres que paseemos? La noche convida”.

-“No tengo inconveniente”.

-“¿Diste limosna a la pobre?”.

-“Sí, me dijiste que era una verdadera necesitada”.

-“No lo sabes bien”.

-“¿Luego la conoces a fondo?”.

-“Bastante. Si no fuera por temor de entristecerte, te contaría su historia, que no carece de interés”.

-“Puedes hacerlo; así como así, no sabemos en qué pasar la noche”.

-“Pues vamos por este lado, si te es igual”.

Me agarré del brazo de mi amigo y, tomando la misma dirección que la joven, arreglé nuestro andar de modo que no la perdiésemos de vista, ni ella notase que la íbamos siguiendo.

-“Se Irala de una familia respetable”, dije, “y no extrañarás que oculte los verdaderos nombres de mis héroes, así como el lugar de la acción”.

-“Es muy justo”, me contestó Enrique. “Yo mismo iba a suplicártelo, para que así tu historia se asemejase mas a una novela”.

-Si has visitado alguna vez las frondosas márgenes del Guadalquivir, desde el sitio en que, bañando la fértil y risueña campiña de Sevilla, se extiende como una sábana de azul y plata, y va a perderse en el océano, no habrás dejado de admirarte en presencia de aquel panorama encantador, donde están reunidas en miniatura todas las galas de la naturaleza: especie de festín con que el caudaloso río quiere obsequiar a los viajeros que surcan sus alegres aguas. Donde quiera que vuelvas la vista, hallarás vegas dilatadas cubiertas de mieses o tapizadas de verdura; pequeñas montañas, risueñas y floridas, como los oasis del desierto; álamos seculares y esbeltos, verdes mimbres, nacidos como Venus de entre la espuma, y hasta perderse, en los horizontes, mil y mil casitas de guardas o haciendas de labor, colocadas sin orden ni simetría, como un diseminado bando de blancas palomas. El batir de las alas de un millón de ánsares que se bañan en la orilla; el canto diverso de mil aves distintas, que bajan al río para apagar su sed; los gorjeos del ruiseñor, que oculta sus amores en las espesas copas de los árboles; y los alegres cantares de Andalucía, en boca de aldeanas o pastores, todo llegará a tu oído en confusa, pero grandiosa melodía, y le figurarás que escuchas el himno de gratitud con que la naturaleza debió saludar al Ser Supremo después de la creación.

Siguiendo la orilla derecha del río Guadalquivir, que a no dudar es la más pintoresca, cruzan ante la admirada vista del viajero varios pueblecillos de blancas y alegres casas de un solo piso y que, desde lejos, parecen manadas de nevados corderos que pacen en los prados. Hay algunos cuyo vecindario no excede de cien personas y, sin embargo, se dan el pomposo nombre de villa.

En Andalucía, son muy contadas las aldeas, y sus habitantes no admiten la calificación de aldeanos. La pereza y el orgullo son los mejores distintivos del carácter andaluz; pero ni nos importan los fueros de esas poblaciones; me basta con que, desde Sevilla, vengas conmigo al primer pueblo que borda la margen derecha del Guadalquivir, y que tiene por nombre San Juan de Aznalfarache.

Más por ahora, dejemos a la izquierda a San Juan y, subiendo al cerro elevado, a cuyos pies se extiende, lleguemos al antiguo convento que hay en la cima, convento que en lo antiguo fue una fortaleza árabe, y hoy se alza aislado y orgulloso como el altivo señor de aquella comarca. No necesitamos subir al empinado campanario para abarcar con la vista un panorama inmenso, y además hallaríamos cerradas las puertas del templo que solo se abren los días festivos, para que asistan a la misa los vecinos de San Juan: quedémonos en el pórtico que corta a pico la montaña y domina tanto como la más erguida torre.

Un hombre como de veinte y cinco años, vestido con chaqueta, pantalón largo y sombrero calañés, traje que no se desdeñan de usar los caballeros andaluces cuando salen al campo, pasea de un extremo al otro del pórtico, parándose algunas veces y mirando con marcada impaciencia, ya a la verja de entrada, ya al olivar que rodea el convento, ya al vasto paisaje que se extiende a su vista y cuyos horizontes son el Guadalquivir y la oriental Sevilla.

Atado por la brida a uno de los hierros de la verja, está un caballo de pura raza cordobesa, que impaciente como su amo, agita sus rizadas crines y hace saltar al impulso de su casco las mal seguras piedras del pavimento.

<<¡Las cinco!>>, exclama el desconocido mirando su reloj, <<y esa muchacha no viene>>. Pasan las horas con extremada rapidez, y es preciso lomar una resolución.

Media hora trascurrió todavía, que para el desconocido debió ser eterna y, convencido quizás de que ya no vendría la persona a quien esperaba, disponíase a montar sobre su caballo, cuando llegó a su oído la voz dulce de una mujer que entonaba uno de los melancólicos cantares de Andalucía.

El joven que, según todas las apariencias debía ser su amante, exhaló un grito de alegría y voló a la reja para recibir a la persona que cantaba; mas apenas había dado algunos pasos, apareció en la puerta una joven que, difícilmente, tendría dieciocho años: vestía el traje sencillo y airoso de las lugareñas de Andalucía, compuesto de monillo y saya da percal estampado, pañoleta blanca sin bordados ni flecos, y unos zapatos más breves que el diminuto pie que ceñían. Los solos adornos de la cabeza eran algunas flores naturales, prendidas al lado izquierdo, y la negra y sedosa cabellera, partida por delante en dos rizos, y recogida atrás en una trenza caprichosa a que dan el nombre de castaña.

Era la joven de talle esbelto y gracioso; sus negros y rasgados ojos miraban como para penetrar en el alma y se bajaban luego como avergonzados de su osadía; sus sonrosados labios, ya parecían abrirse para el amor, ya para el desdén, y un hoyo leve en cada mejilla, parecían el nido de las Gracias donde se disputaban la preferencia del Amor.

Había en el aire de aquella niña una mezcla de inocencia y de altivez, de reserva y de abandono que seducía; y ora la asemejaba a las más poetizadas divinidades de la sociedad culta, ora a la rústica mujer de la naturaleza. Enganchado, en el brazo izquierdo, llevaba una canastilla de flores que se entretenía en deshojar apenas respiraba su aroma.

-“¿Hace mucho que me esperabas, Fernando?”, preguntó al desconocido, retirando por un movimiento natural la mano que este quería asir entre las suyas. “Más de una hora”.

-“Pues no te enfades, porque, de lo contrario, daré yo también en la gracia

de incomodarme por todo”.

-“¿Acaso te doy motivos?”.

-“No; al fin es lo que me dicen las muchachas del pueblo. Tú vives en Sevilla, vas a visitas, a reuniones, ves a otras mujeres más seductoras, y sabe Dios...”.

-“Si no hicieras caso de esas simplezas…”.

-“Tienes razón, pero, a veces, no soy dueña de dominar la duda que me atormenta el alma. Siento celos contra no sé quién y, entonces, le odio”.

-“¡Aurora!”

-“No, no le incomodes”, exclamó la niña con prontitud. “¿Quién sabe si lo que me parece odio no es sino un exceso de cariño?”.

-“Pero puedo llegar a serte indiferente”.

-“Eso nunca. Mira mis sospechas”, añadió la joven, señalando el horizonte con su blanca mano. “¿Ves aquellas nubes que se pierden en lontananza? Quizás se alzaron de la tierra con el temerario intento de oscurecer los rayos del sol. ¿Y qué han conseguido? Huir presurosas de su fuego y vestirse de mil colores brillantes para hacer más sublime su despedida.

-“Esos temores nunca salen de ti, sino de tu familia”.

-“No es extraño, porque me quieren y no te conocen. ¿Por qué le empeñas en que sea un secreto nuestro amor?”.

-“Ya te he dicho que mi madre lo llevaría a mal”.

-“¿Y por qué?”.

-“Porque vive sola y creería que la mujer que amase a su hijo se lo iba a robar”.

-“En conociéndome me haría justicia, lejos de abrigar la sospecha que has indicado; vería que, en vez de perder un hijo, el cielo le daba dos”.

El toque de oraciones separó a aquella amante pareja, que aún permaneció largo rato, sentada en el pretil del pórtico, hablando de su amor y de su felicidad. Fernando montó sobre su caballo, que piafaba impaciente; se despidió de Aurora y desapareció: muy pronto volvió a vérsele en el valle, donde nacen los muros del convento. Aurora le arrojó una flor de su canastillo, y le saludó con su pañuelo, hasta perderle de vista entre las sombras. Entonces, le envió un beso con la mano y desapareció risueña por la senda que cruza serpenteando el cerro y termina en San Juan.

Embebida en sus felices pensamientos, no reparó la atolondrada niña en un joven, oculto en uno de los pilares de la verja que, al sentir el leve crujir de su traje, exhaló un suspiro; ni en una anciana que, desde el olivar, la había estado observando, y al pasar junto a ella, dibujó en sus labios una maliciosa sonrisa.

-“Le ama, le ama; yo mismo lo he oído”, exclamó con desesperación el joven; no me queda ninguna esperanza.

-“El cazador herirá a la paloma; el mal triunfará del bien y la pobre Consuelo quedará vengada”, pensó la anciana.

Y absortos en sus reflexiones, sin reparar el uno en el otro, la anciana y el joven abandonaron el puesto en que, respectivamente, habían hecho de centinelas.

Aquel joven era Miguel, el amante de Aurora, siempre fiel y siempre desgraciado. Aquella anciana vivía en una choza aislada, lejos de San Juan. Los sencillos habitantes del pueblo la llamaban indistintamente la Hechicera o la Vampiro, fundados unos en su vida misteriosa, y otros en que todas las noches se la veía rondar las tapias del cementerio, mas era pura y simplemente la madre de la pobre Consuelo.

En aquella época, y hasta la década de 1940, el cementerio local estaba junto a la iglesia parroquial, en el cerro.

CAPÍTULO III.

Miguel, permaneció un rato inmóvil, a cierta distancia del pórtico, mirando, ya a la senda que conduce a San Juan, ya al camino de Sevilla, por donde desapareció Fernando. Las sombras se hacían cada vez más densas y ocultaban, casi por completo, a la enamorada joven que se deslizaba por el cerro como un hada. “¡Ese hombre me la roba! ¡A mí, que la amo tanto!”, murmuró Miguel, con sombría desesperación. “Corazón imbécil, o déjame, o ilumíname”. El joven se cubrió el rostro con las manos y oprimió su frente, como para impedir que estallase a impulso de los mil pensamientos encontrados que le combatían.

Después, con el ánimo que da una resolución tomada, exclamó: “Yo no puedo vivir así; necesito consejo, y lo buscaré”. Y dando la vuelta al convento, desapareció por el olivar contiguo, con paso firme y resuello.

En la misma dirección caminaba la anciana, cruzando por entre los olivos, como esos fantasmas lúgubres que la superstición ha hecho vagar por las noches alrededor de las tumbas. Miguel la seguía a alguna distancia. Ambos continuaron andando por espacio de un cuarto de hora, sin que Miguel la diese alcance. Pasaron el olivar y algunos sembrados, y al fin la anciana se detuvo ante una choza, que ocultaba su pobreza entre dos pequeñas colinas. Al rumor de los pasos, un enorme perro que guardaba la puerta, empezó a ladrar; y apenas reconoció a su ama, saltó de alegría, trocando en demostraciones de cariño sus ladridos amenazadores.

La anciana empujó la puerta y penetró en la choza, precedida del perro y extendiendo las manos para no tropezar. Tocó una tabla tija en la pared, tomó de ella una pajuela y la encendió en la lumbre que espiraba en el suelo; la acercó a un candil de gancho, y pronto una luz más viva, pero no menos siniestra que el azufre, iluminó aquella estancia miserable. No me detendré mucho en describir esas moradas de forma cónica y de una sola habitación, donde, sin embargo, viven algunas veces familias numerosas; manera de construir en los tiempos primitivos que la pobreza ha hecho respetar; especie de cárcel lóbrega, perdida en la inmensidad de la naturaleza; mansión de tinieblas entre raudales de luz.

La choza de la Vampiro estaba alzada con el solo objeto de hallar un resguardo contra las inclemencias del viento, de la lluvia y de la escarcha. Los hombres se diferencian menos cuanto más se acercan a la naturaleza. Una cortina blanca, que dividía la choza en dos habitaciones; un espejo de cornucopia; una mesa de pino sin pintar y ennegrecida por el tiempo; dos cántaros sujetos en la pared con travesaños de madera, un pico y un azadón, componían el menaje de aquella morada. Algunos ladrillos, colocados de pie y formando un circulo imperfecto, marcaban en el suelo un espacio para la lumbre.

El perro lanzó un aullido sordo y se avanzó a la puerta; la anciana se volvió a aquel lado y divisó una sombra en el umbral. Era el amante de Aurora. La anciana, reconociéndole, le dijo: “Entra y siéntate, Miguel: no tengas miedo de mí que, aunque me llaman la Hechicera, mis hechizos no te harán daño. Los maleficios de la mujer no dañan a los hombres, cuando la maga tiene sesenta años, la cabeza cana y arrugada la frente. Más hechicera es Aurora y la temes menos”.

-“¡Tía Mercedes!”.

-“Sé lo que le trae a mi choza; pero habla”.

-“No sé lo que pasa por mí, exclamó Miguel, después de una breve pausa; el corazón quiere salírseme del pecho y un peso horrible oprime mi frente. Quisiera llorar, y las lágrimas huyen de mis ojos; quiero triunfar de mí mismo, y sucumbo en la lucha. Tía Mercedes, si es cierto que usted lee en los corazones, compadézcase del mío y deme un remedio”.

-“¡Insensato!”.

-“Si no hay, en lo humano, medio de cambiar el corazón de Aurora, usted lo hallará. Nos conocemos, y conmigo es inútil el disimulo. El pueblo entero lo dice, y todos no pueden engañarse. Usted, durante la noche, abandona la choza, deja la forma humana, y trocada en espíritu, vuela al cementerio; allí mueve la tierra que cubre a los cadáveres recién enterrados, hace con su aliento circular la sangre helada y la bebe; vuela luego al lecho donde duerme la enamorada doncella, y deposita en su pecho esa sangre de la muerte, que trueca el corazón que era de fuego y hace que la doncella aborrezca a quien amaba. Yo exijo ese servicio: que Aurora aborrezca a su amante, y es de usted todo cuanto poseo. Mi vida, si es necesaria. Sea mía la sangre que se filtre en su corazón”.

-“¡Sacrílego!”, gritó la vieja horrorizada. “¿Sabes que un cementerio es sagrado como la casa de Dios? ¿Yo, turbar el reposo solemne de las tumbas? ¿Yo, profanar el lugar imponente donde la eternidad empieza? Nada puedo hacer por ti. Has tocado la llaga más profunda de mi corazón. Dios le lo perdone, y déjame en paz”.

-“Me aleja usted de su lado, sin darme los consejos que tanto necesito”, exclamó Miguel, con amargura y disponiéndose a partir.

-“Pierdes el tiempo. Tu rival lleva otro traje que tú; el sol resplandece en su cabello, como en una bruñida medalla de oro; sus manos son delicadas; su rostro no está curtido por las inclemencias del cielo; monta un caballo fogoso; se cubre de alhajas; sus palabras son dulces; sus miradas penetran el corazón… Tú eres el tosco hijo de la naturaleza; en ella, perdido; y por ella, castigado con el trabajo y las privaciones. No has visto más mundo que tu cuna, ni te extenderás más allá del sepulcro, que lo tienes a las puertas de tu casa. En tan breve camino no se aprende a convertir en fuego un corazón que es de nieve.

Para eso se necesita recorrer el mundo, que es inmenso, como Fernando lo ha recorrido, como lo recorre todos los días. ¡Y abrigas el loco deseo de que Aurora te ame! ¿No comprendes que es imposible, que ha puesto sus ojos en lo que ella cree que es el cielo, y que, si alguna vez los baja hasta ti, le parecerás lodo y nada más que lodo?”.

-“¡Oh! Pues entonces...”.

-“¿Qué?”.

-“Nada, nada. El infierno me ha inspirado un pensamiento horrible. Yo no quiero, no puedo ser asesino”.

Estas últimas palabras de Miguel apagaron un destello de diabólica esperanza, que iluminó los ojos de la tía Mercedes: “¿Y dices que la amas?... ¡Mentira!”, exclamó. “O no tienes corazón, porque ves con indiferencia el triunfo de tu rival. ¿Y no te ahoga el despecho? ¿No se subleva tu sangre?”.

-“¿Me amaría Aurora si yo matase a Fernando, no ya hiriéndole por la espalda, traidoramente, sino cara a cara, como enemigo leal? ¿No me miraría con horror? Llevaría siempre ante mis ojos una nube de sangre inocente, porque la maldad de la víctima no santifica al verdugo”.

-“Es verdad, Miguel”, exclamó la anciana saliendo de su estupor. “Dios no quiere sangre y, derramándola, no se endulzan los dolores. ¡Y yo he podido darte ese consejo horrible! ¡Dios mío! Yo, que tantas veces he admirado tu clemencia y tu justicia, he podido olvidarme de ti. Es imposible, algún espíritu tentador se habría apoderado de mi mente. ¡Tú me vengarás, Dios mío! ¡Tú me vengarás!”. La tía Mercedes cayó de rodillas y, con la frente humillada, sus labios murmuraron una oración.

Miguel, de pie, la contemplaba en silencio a alguna distancia. Por espacio de algunos minutos ambos permanecieron en la misma posición. Compadecido Miguel de la anciana, se adelantó hacia ella y le dijo con dulzura: “Vamos, tía Mercedes, no hay que abatirse de ese modo; Dios lee en los corazones, y si el de usted está sano, perdonará lo que la lengua le ha ofendido”.

-“¡Ay, Miguel!”, exclamó la anciana, dejándose levantar por el joven. “Es que el dolor me vuelve loca; que no puedo perdonar a quien me ha ofendido, porque le veo todos los días, y todos los días crece mi odio; me olvido de la religión, de la humanidad; y cuantos objetos me rodean, quisiera convertirlos en instrumento de mi venganza”.

-“¿Tanto le ha ofendido a usted ese hombre?”.

-“A él le debo la desgracia de mi vida: La pérdida de mi hija, ¡de mi pobre

Consuelo!”.

-“¿También le amó?”.

-“Con frenesí”.

-“¿Y era buena?”.

-“¿Muere de amor quien no lo es? Ese hombre no tiene corazón; lo tiene corrompido. No era así su noble y generoso padre. Si levantara la cabeza, le confundiría”.

-“¿Y no tuvo Consuelo quien la defendiera?”.

-“Era huérfana de padre. ¿Ni de qué armas dispone una joven inocente para resistir a la seducción?”.

-“¿Tanto le amaba?”.

-“Su último pensamiento fue una oración por la felicidad de Fernando; el último encargo que me hizo fue que le perdonase… ¡Hija mía!”, exclamó la anciana, con voz entrecortada por los sollozos. “Bien sabes que quisiera cumplir tu piadoso deseo, pero me es imposible, porque al lado de tu sepulcro veo siempre a tu asesino”.

Hubo una pausa solemne, durante la cual la anciana derramaba abundante llanto y Miguel seguía la multitud de pensamientos que se agolpaban en su mente. Desde que oyó a la tía Mercedes acusar a Fernando de ser el seductor de su hija, concibió una sospecha horrible: Aurora podía ser otra víctima inmolada en aras del capricho de aquel joven corrompido; Aurora, tan pura, tan modesta, el ídolo de su corazón, la única felicidad de su vida. Era preciso salvarla a toda costa.

-“Tía Mercedes”, dijo por fin, dirigiéndose a la anciana. “Mucho respeto ese llanto; Dios lo recibirá y, en cada lágrima, hallará usted un aumento de su gloria. Ahora no extraño nada; si creo volverme loco cuando pienso que puede morirse Aurora, que no me ama, ¿qué ha de sucederle a quien pierde el apoyo, el consuelo de la vejez? Pero la inocencia deja de serlo, cuando toma por su mano la venganza y no la confía a Dios, único que puede castigar. No deseo a nadie la suerte de Fernando.

La tía Mercedes se levantó y, tomando la mano del joven, le dijo con voz solemne:

-“Ya lo has visto, Miguel; el dolor me hace ser blasfema, y luego pretendo lavar con lágrimas el pecado. Vivo sola; las gentes huyen de mí y me llaman la Vampiro o la Hechicera, porque no saben que voy a orar sobre el sepulcro de mi hija. ¿Quieres ser mi amigo? Tú tienes un alma grande y comprendes la mía, porque eres desgraciado y la fortalecerás cuando desmaye, como ahora”.

Miguel, por toda respuesta, besó la mano de la anciana.

“Quiero borrar mi falta con una buena obra”, continuó. “Fernando sedujo a Consuelo e intenta hacer lo mismo con Aurora. Ella sucumbirá, porque es sencilla y está enamorada. El demonio, que se había apoderado de mi espíritu, me hacía ver con feroz complacencia lo mucho que adelantaba Fernando en el camino de la seducción. Mi estúpido egoísmo quería, para todas, la suerte de mi desgraciada hija, pero el dedo de Dios ha tocado mi corazón: unámonos y lograremos salvar a esa inocente”.

-“¿Y cree usted que Aurora me dará su cariño cuando se convenza de la perfidia de Fernando?”.

-“Si te lo negase, seria indigna del tuyo y podrías despreciarla”.

En aquel momento, el lúgubre y pausado toque de Ánimas se dejó oír a lo lejos. La tía Mercedes cogió su linterna. “Es el toque de difuntos”, dijo. “Voy a cumplir mi piadoso deber”. Ambos salieron de la choza, y la anciana se dirigió al cementerio.

En cuanto a Miguel, animado por un rayo de esperanza, que había nacido en su corazón, no corría, volaba por el camino de San Juan, alegre y satisfecho como si Aurora le esperase para que la condujera al altar. Los que se hayan enamorado alguna vez en su vida, no calificarán de inverosímil esta alegría, porque saben que el amor ambiciona mucho y, sin embargo, cuanto más despreciado, es menos descontentadizo.

 

CAPÍTULO IV.

Embebidos en la narración de mi historia, mi amigo Sandoval y yo no reparamos en que, insensiblemente, y siguiendo los pasos de la mendiga, habíamos atravesado casi todo Madrid.

Al fin, ella se detuvo en la calle del Escorial, delante de una casa de pobre apariencia, abrió la puerta y desapareció a nuestra vista. Sandoval miró con curiosidad a la fachada, para leer el número y, ayudado más por su deseo que por la moribunda luz de la farola, pudo conseguirlo. Pocos momentos después una luz opaca, como de vela de sebo, iluminó una de las ventanas de las buhardillas.

Sandoval me propuso que continuara la historia en su casa; y en verdad que nada pudo proponerme que fuese más de mi agrado, porque si aplazo para otro día la continuación del cuento, hubiera sido muy posible que el final no tuviese ninguna analogía con el principio, y yo quería convertir en interés lo que, hasta entonces, sólo era curiosidad.

 

CAPÍTULO V.

Vamos ahora a San Juan; atravesemos sus mal empedradas calles y detengámonos a la salida del pueblo, delante de una casa que nos será fácil distinguir, porque es la última y la sola que, en aquella acera, se compone de planta baja, piso principal y granero. No vayas a creer que todo este lujo arquitectónico, allí, donde el arte por regla general no alza su vuelo más arriba de doce a catorce pies, señala al viajero la morada del cura, del médico o del escribano.

Aquella es la habitación de los abuelos de Aurora, labradores de sangre limpia y honrada, que conservan pergaminos entre las cuentas de su labranza. Atravesando el dintel de la puerta, hallaremos un zaguán de unos ocho pies en cuadro, cerrado por un portón, cuya pintura quiere imitar a la caoba, alumbrado por un farol que pende del techo, colgado de una garrucha, y que baja o sube con el auxilio de un ramal de la cuerda que le sostiene, que está fija en la pared con una alcayata. Salvemos también el portón y nos hallaremos en una estancia más espaciosa que, en el fondo, se prolonga a manera de pasillo y termina en una puerta que abre paso al corral. Esta sala sirve a la vez de comedor y residencia habitual de la familia. A los dos lados del pasillo hay una alacena sin puertas y un tallero; aquella, surtida de pedernal de Cartuja, jícaras coronadas con naranjas, y vasos de cristal con ramos de flores; este, de tallas, que por lo blancas y limpias, convidan a beber; debajo del tallero hay una tinaja, y de la alacena nada, porque nada cabe.

Más allá, pero guardando igual simetría, hay dos alcobas: una, de Aurora; y otra, de su prima Rosa. Frente a estas habitaciones se ven otras dos, que son la sala, a la que podríamos dar el nombre de estrado, usando de una hipérbole algo violenta, y la especie de oficina donde se instruye a los trabajadores en sus respectivas faenas, se les abona los jornales, se les admite o se les despide. El dormitorio del estrado sirve a los abuelos; y el de la oficina, a Perico que, sobre ser algo pariente y prometido de Rosa, es también mayordomo, capataz y factótum de la familia. A la puerta de todas las habitaciones que he ido enumerando, lucen blancas colgaduras, rematadas con faralaes de a tercia, y recogidas con lazos en forma de pabellones.

En el momento en que entramos en la casa, toda la familia se halla en el comedor, y rezando el rosario, que guía el abuelo, sentado en un enorme sillón de pino torneado y pintado de negro, con listas verdes y amarillas. La abuela hace calceta en otro sillón semejante y, de cuando en cuando, rechaza a un corpulento gato, que se obstina en subir a la falda. Rosa y Aurora hacen labor. Perico acaricia algunas veces a un perro de

Presa, que duerme a sus pies, o tira bolitas de papel a la antigua criada Teresa, que alterna las avemarías con las cabezadas.

Por donde quiera que extiendas la vista, verás el orden más perfecto y el aseo mas esmerado. La limpieza en esos pueblecitos de Andalucía es un verdadero frenesí.

Rosa lleva un traje igual al de su prima Aurora. Perico viste un marsellés con coderas y alamares, calzones abiertos, con botones de muletilla y bolines de cuero. La abuela se distingue por su papalina de encajes y cintas de color de café; y el abuelo, por un traje cuya fecha se remonta a principios del siglo. Compónese de una prenda de seda, que no es bastante larga para pasar por casaca, ni bastante corta para que se la tome por chaqueta; quizá, en sus tiempos primitivos, sería lo primero, pero las modificaciones que la necesidad ha ido reclamando, le han dado una forma indefinible. Una corbata blanca con puntas de encaje, un chaleco con honores de chupa, un calzón negro ceñido a la rodilla por un cordón con borlas de seda, una media blanca y unos zapatos con hebillas de plata. Tal era el traje del venerable abuelo que, fanático de las costumbres de sus padres, nunca había podido transigir con las de sus hijos y, mucho menos, con las de sus nietos que, más de una vez, pero siempre en balde, habían querido influir en su ánimo, para que se dejara corlar la trenza de cabello que pendía sobre su espalda.

Terminado el rezo, empezó la cena: el abuelo pronunció el benedicite e hizo plato a su familia.

-“Anda, zopenco”, dijo Teresa, sacudiendo el brazo a un mozo que estaba junto al farolillo y que, seguro que le tocaría parte de la cena, se había puesto a esperarla durmiendo. “ni siquiera eres como el perro del herrero, que se despertaba al ruido de los dientes”.

-“¡Que siempre has de estar riñendo, mujer! Come y calla”, exclamó el abuelo.

-“¿Qué quiere usted, don Bernardo? Si yo no tengo la sangre de horchata; pero no será porque trago poca saliva; y no digo más, que ya su merced me entiende. Mire usted qué listo anduvo esta noche para buscar a la señorita Aurora, y vino media hora después que ella. También la niña tiene un alma”...

Las mejillas de Aurora se cubrieron de un vivísimo carmín. En los labios de Perico, vagó una sonrisa maliciosa.

“La niña, por coger flores”, continuó Teresa, “se está en el huerto, y maldito si le importa que los demás estemos con cuidado”...

Perico se puso a cantar entre dientes esta copla:

-“A coger frescas rosas

corre una niña...

Plegué a Dios no se hiera

con las espinas”.

Mas de pronto, interrumpió su canto, y exhalando un grito de dolor, se llevó la mano al brazo izquierdo. Era que Rosa, para impedirle que continuase su cantar epigramático, le había tirado un fuerte pellizco.

El eterno reñir de Teresa; el rubor de Aurora, que aparecía a cada alusión dirigida a sus amores; los epigramas de Perico; los pellizcos con que Rosa los cortaba; y las continuas exhortaciones del abuelo, para que en la mesa se guardara la compostura conveniente, dieron animación a la cena de aquella patriarcal familia.

Ya iban a levantar los manteles, cuando sonaron en el portón dos aldabonazos. Teresa fue a abrir, y penetró en la estancia un hombre como de sesenta a sesenta y cinco años, de corta estatura y rechoncho; pocas arrugas surcaban su estrecha frente, sobre la que caía un mechón de cabellos; sus ojos, hundidos bajo la carnosidad de los párpados, sus anchas y pobladas cejas, su chata nariz, sus abultadas mejillas y su boca, algo más que mediana, revelaban un hombre muy honrado, pero de muy corto entendimiento.

-“Bienvenido, don Gerónimo”, le dijo el abuelo. “¿Qué vientos le traen a usted por aquí, señor alcalde?”.

-“Vengo a hablar reservadamente con usted y con mi señora doña Antonia”.

Don Bernardo cogió del brazo a su esposa y, seguido de don Gerónimo, penetró en la sala. Cerró la puerta y, después de algunos preliminares, que no son del caso, el alcalde se expresó en estos términos:

-“Ustedes conocen a mi sobrino Miguel; el muchacho vive muy desazonado y quiero y que ustedes sepan el porqué, es el único objeto de mi visita. Hace ya algún tiempo que anda triste y pensativo; no va los domingos a la plaza con los muchachos de su edad. Ya recordarán ustedes que no tenía otro pío que su cantar y su guitarra; volvía del trabajo y, después de cenar, salía por esas calles de Dios a dar músicas a las novias de todos sus amigos. Si se trataba de una broma, él era el primero en pagar su escote. Pero ahora, ha dado una vuelta tal, que no le conozco. Yo le he dicho mil veces: <<Miguel, tú eres joven; gracias a Dios, tienes algún caudalito, y no te has de morir de hambre; todos te quieren en el pueblo y, sin embargo, parece que te pesa la vida: ten pecho ancho, hombre, que las cosas y los tiempos han de tomarse conforme vienen>>. ¿Creen ustedes que sacaba algo con estos consejos? Lo que el negro del sermón: se me encogía de hombros y me volvía la espalda. Entonces, me puse a reflexionar sobre la causa de su abatimiento y, como uno ha sido también muchacho, me dije: <<Toma, pues es verdad. Lo que Miguel tiene es que está enamorado>>. Desde luego me propuse averiguar quién era la causa de su martirio; mas como él viene y va a Sevilla con tanta frecuencia, dudaba yo si le habrían echado el gancho por allá o por acá. Un día, el alguacil me dio parte de que mi sobrino, a cosa de las diez de la noche, salía diariamente de casa. Me la calé en seguida y dije: <<Pues, señor, para sacar aquel hilo, no hay cosa como seguir este ovillo>>. Me puse una noche de centinela y calen ustedes que, a cosa de las diez, mi hombre abre la puerta y sale; yo hago otro tanto, y anda por aquí, anda por allí, lo vi que se paró en la casa de una familia, a la que yo estimo y es de bastante respeto. Me agazapé en una esquina, para ver si a favor de la luna distinguía a la novia, pero nada, ni las ventanas se abrieron, ni alma viviente apareció por allí. Miguel estuvo más de una hora al pie de la reja, dando cada suspiro que partía el corazón... No quisiera mentir, pero me parece que lloraba. A l fin volvió a casa, y muchas noches se pasaron, él suspirando y yo, observándole. Como en este pícaro mundo hay más malas lenguas que buenas obras, eché mis cuentas y dije: <<Esto no puede seguir así; el mejor día del año pasa un curioso, ve a Miguel al pie de la reja, y le arma un chisme que no lo desenreda el mismo diablo>>. Fallábame averiguar quién era la causa de la melancolía de Miguel, porque en la casa que él rondaba hay dos muchachas tan lindas, que bien pueden competir con las rosas más frescas de mayo. Verdad que, en este caso, el acierto no era muy difícil, porque una de las dos tenía ya novio. Conque, compadres, creo que me he explicado lo suficiente para que ustedes comprendan que a quien ama Miguel es a Aurora. Vengo a pedir a ustedes la mano de la niña para mi sobrino”.

-“¿Pero y si la niña manifiesta alguna repugnancia?”, objetó la abuela.

-“Aurora hará lo que se la mande”, dijo don Bernardo con entereza.

-“Por supuesto que lo hará”, contestó D. Gerónimo. “En cuanto a Miguel, no será extraño que se vuelva loco de alegría. Estoy seguro de que me abrazará llorando como un niño”.

-“¿Por qué le has comprometido con el compadre, sabiendo que Aurora…?”, dijo doña Antonia a su marido, terminada la sesión.

-“Ya te he dicho que eso es un devaneo y que es preciso que acabe. Aurora es muy sencilla y acabará por dar entrada en su pecho a una pasión desgraciada. Yo la hablaré, procuraré convencerla y, si no lo consigo, seré inflexible”.

Cada uno de los miembros de aquella familia tomaron su luz para acostarse. Al dirigirse a su aposento, Rosa dijo á su prima:

-“Haz un esfuerzo y olvida, Aurora: las intenciones de Fernando no son muy buenas”.

-“No le conoces”, contestó esta, “me ama y es caballero. El día que adivinase en él una intención villana, me moriría, pero moriría honrada”.

En esto, se oyó la voz de Perico, que cantaba desde su cuarto:

-“La mujer en amores

es leña verde,

que llora, se resiste

y al fin se enciende;

luego, encendida

ni resiste, ni llora,

pero suspira”.

Algunos momentos después, un silencio profundo reinaba en la casa. Todos dormían excepto Aurora, en cuyos oídos seguía resonando el malicioso cantar de Perico.

 

CAPÍTULO VI.

D. Gerónimo no creyó necesario consultar a Miguel acerca de una inclinación que él tenía por segura y, persistiendo en la idea de hacerle feliz por sorpresa, nada le dijo de la conversación con los abuelos de Aurora, ni por consiguiente le participó ninguna de las diligencias que hacía para que el matrimonio se celebrase cuanto antes. Miguel continuaba meditando el medio de salvar a Aurora de una asechanza infame, y repetía sus visitas a la choza de la tía Mercedes.

Lo que había dicho D. Gerónimo era verdad: el pobre mozo no buscaba a sus compañeros de juventud para solazarse con ellos, y andaba triste y solo. Algunas veces, cruzaba por su imaginación la idea de que, si era bastante dichoso para salvar a Aurora, el amor de ésta sería la recompensa y, entonces, se abría su pecho a una felicidad inefable, ráfaga de luz que no tardaban en oscurecer la realidad del presente y la incertidumbre del porvenir.

Quien alguna vez haya experimentado esa sucesión continua de esperanzas y temores, de dudas y de creencias, que son el tormento del alma cuando se obstina en perseguir un objeto que huye de ella, comprenderá el horrible estado de la de Miguel que, semejante a los presos que yacen en un calabozo, solo veía de la luz un momentáneo destello, para quedar después sumido en las sombras de una noche eterna.

Don Gerónimo observaba los pasos de Miguel, pero ya no le inspiraba compasión, como en otro tiempo, porque estaba seguro de convertirlas en felicidades y, a cada suspiro que se escapaba del pecho del joven, respondía con una sonrisa tal que, si puede decirse así, era la expresión de un epigrama lleno de ternura y de afecto. Sucedíale lo que al verdadero gastrónomo: que come despacio para hacer más duradero el placer de la gula; y cuando veía a Miguel, apoyado en las rejas de alguna ventana, seguir con mirada distraída el vuelo de las aves y los cambios caprichosos de las nubes, o bien, a solas en su estancia, agobiado por sus tenaces pensamientos, con la frente reclinada en las manos, interrumpía su meditación, dándole una cariñosa palmada en el hombro y diciéndole con cierta socarronería:

-“Eres el hombre más afortunado que come pan. El cielo te ha colmado de favores y tú los agradeces con quejas. Pues, hijo mío, de desagradecidos está el infierno lleno”.

-“Por Dios, tío”...

Una carcajada de don Gerónimo y una exclamación de impaciencia de Miguel ponían fin a este diálogo, que se repetía tantas veces cuantas tío y sobrino se hallaban cara a cara.

Las brumas, que las sospechas de Rosa y las indirectas de Perico, empañaban a intervalos el cielo de la felicidad de Aurora, se habían desvanecido completamente, dejando, como las nieblas, más pura y diáfana la atmósfera. La enamorada niña había vuelto al pórtico del convento, y en él había escuchado las apasionadas protestas de su amante. Después de una borrasca de temores y de dudas, ¿quién no ha experimentado, si ama, un consuelo celestial, una embriaguez divina al volver a la calma? Fernando se apoderó de la mano de Aurora y, esta vez, la joven ni siquiera pensó en retirarla. Su aliento se confundió con el de Aurora, y Aurora sintió, al respirarle, un placer desconocido, creyendo que así se confundían sus almas en una sola.

Fernando había dado un paso más en el camino de la seducción; Aurora había retrocedido ciento en el de su pureza y si, en aquel momento, Rosa le hubiera dicho: «Desconfía de Fernando, que quiere burlarte», Aurora hubiera contestado: «Fernando me ama; si me abandonase, moriría, pero moriría honrada». Esto hubiera contestado la joven con toda la energía que da la convicción, pero una voz misteriosa se alzaría para gritarle: «¡Mentira!», y Aurora procuraría en vano sofocar esa voz fatídica, que seguiría resonando en sus oídos; haría esfuerzos por sofocarla, y estos esfuerzos la irían arrastrando al abismo que, a sus pies, tenia abierto la fatalidad.

 

Don Bernardo, según había dicho a su esposa, creyó llegado el momento de que concluyesen las relaciones de Aurora y Fernando y, lleno de alegría su paternal corazón, con la propuesta de don Gerónimo, no dudó un momento de que su nieta, en los deberes y goces tranquilos de la vida conyugal, olvidaría fácilmente los delirios de un amor imposible, y se apresuró a concluir con el alcalde las condiciones del casamiento.

Desde aquel día, empezaron los preparativos para la boda, sin que los interesados tuvieran de ello la menor noticia. Don Gerónimo callaba, porque insistía en sus planes de sorpresa; don Bernardo, porque no quería dar a Aurora un sentimiento que podría tener fatales consecuencias, si no se le prevenía para recibirlo. So pretexto del qué dirán, no la dejaban salir nunca sin que Teresa la acompañase: y a esta le dio orden de que no consintiese que hombre alguno hablase con Aurora. La joven iba algunas veces al pórtico del convento, pero solo podía ver a Fernando y saludarle cuando no le observaba Teresa. Un día, llegó a sus pies un papel que empujaba el viento: era una cita de Fernando. El abuelo le había cerrado las puertas y el amor le abrió las ventanas.

Desde entonces, todas las noches, Aurora pelaba la pava en la reja; antes lo hacía en el pórtico, a la luz del día, a la orilla de un camino por donde sin cesar cruzaban los viajeros, teniendo por horizontes el cielo y las paredes de una iglesia. Después, no la separó de su amante más que una reja; estaban completamente solos, era de noche, su vista no alcanzaba más allá del rostro de Fernando, y su aliento era el único ambiente que respiraba.

 

Al fin, como todo tiene un término, lo tuvo también la reserva de don Gerónimo y don Bernardo: un día, llamó este a su nieta y la dijo:

-“Hija mía, creo que, desde que murieron tus padres, he ocupado su lugar dignamente, pero mi conciencia no quedaría tranquila si el día de mí fallecimiento, te dejara sola en el mundo, sin nadie que amparase tu juventud y tu inocencia. Dios ha oído mis ardientes votos por tu felicidad, y me parece que ya la tengo asegurada. No soy en esta ocasión el padre rígido que exige respeto mudo, sino el amigo cariñoso, que se cree con derecho a tu ilimitada confianza. No mires mis canas, fíjate solamente en mi corazón, que siempre ha estado abierto para ti”.

-“¿Y he dejado de pagar como debo ese cariño?”.

-“Sí, Aurora. Acuso a tu edad, no a tus intenciones. Creéis las jóvenes que la ancianidad es intolerante con vuestros legítimos deseos... No, Aurora; yo sé que un alma joven es una peregrina en el mundo que, si no encuentra compañera, desfallece antes de llegar al término de su viaje. Dios no quiere que viva sola, y ella cumple el precepto divino. Tú amas”.

-“¿Yo?”.

-“No lo niegues, porque sería en vano. Si a la juventud toca la iniciativa; a la madurez, la vigilancia. Yo te he vigilado y he sorprendido el secreto de tu corazón. Amas a un caballero sevillano que se llama don Fernando de Mendoza”.

-“Pues bien; sí, es verdad”.

-“Me apercibí de esa inclinación casi al instante mismo de nacer. La vaguedad de tu pensamiento; la tristeza de tu mirada; el desdén con que, repentinamente, miraste cuanto hasta entonces había formado los placeres de tu vida, me mostraron tu corazón, y en él leí, como en un libro abierto. No quise sofocar un sentimiento naciente, del que acaso pendían tu tranquilidad presente y tu felicidad futura; quise solo saber si el hombre que lo había inspirado lo merecía; procuré indagar y he sabido...”.

-“¿Qué?”.

-“Baste decir que Fernando no te merece; que no debes seguir esas relaciones. Mas como yo tengo ya un pie en la tumba y no quiero que a mi muerte quedes abandonada, he concertado tu casamiento”.

-“¡Mi casamiento! ¿Y con quién?”.

-“Con Miguel, el hijo de don Gerónimo”.

-“Pero si yo no le amo, ¿podré hallar a su lado la felicidad?”.

-“No creas que los sentimientos son eternos. Todo se olvida fácilmente si ponemos algo de nuestra parte y nos ayudan las circunstancias. Piensa que, de mis labios, jamás ha salido una palabra sin ir encaminada a tu bien; que, si te prohíbo ese amor, es porque te perjudica; que el de Miguel puede hacerte feliz y que mí último suspiro será muy amargo, si cuando lo exhale, te dejo sola en el mundo. Reflexiona y, después, me contestarás”.

Aurora, al verse sola, dejó correr libremente el llanto que le abrasaba los ojos. El corazón de la pobre niña sostenía una lucha horrible de encontrados sentimientos. Pudo su amor quedar triunfante de los consejos de su prima, joven como ella, y de las punzantes bromas de Perico: aquella podía engañarse, y éste obrar impulsado por la especie de rencor con que los sencillos lugareños miran a los que, la fortuna o la educación, hace superiores a ellos en cierto modo. Pero esta vez había escuchado las mismas sospechas, las mismas acusaciones, y llegaban a su oído con la autoridad que prestan las canas.

Todas las palabras de don Bernardo llevaban un sello de convicción y un acento de interés, que obraban poderosamente en el ánimo de Aurora. Pero la desdichada joven, cuando procuraba sofocar los gritos de su amor para seguir los consejos del abuelo, sentía dilatarse la llama en que se consumía y, a su luz fascinadora, veía crecer, multiplicarse y tomar formas distintas todas las ilusiones que ya al lado de Fernando, ya gozándose con su recuerdo, habían fraguado sus delirios amorosos.

La joven se oprimió la frente con las manos, temerosa de que estallase, no siendo bastante para contener tantas y tan encontradas ideas y, perdida en su confuso laberinto, solo pudo exclamar: «¡Dios mío!, ¡Dios mío!».

Ya hacía algún tiempo que todos en la casa dormían; Aurora solamente velaba. Un agudo y prolongado silbido se oyó en la calle; la joven se estremeció. Era una señal para advertirla de que Fernando la aguardaba al pie de la reja. Aurora luchó consigo misma para no acudir a la cita: oyó uno y otro silbido... La misma inmovilidad.

-“Yo sabré dominarme”, dijo. “Trabajo me costará, pero sofocaré mi amor”.

En esto sonaron algunos golpes dados en los cristales de la ventana.

“¡Imprudente!”, exclamó Aurora, “al fin hará que le oiga mi familia”. Y por un movimiento instintivo, abrió las puertas de la reja.

Las cosas más leves suelen hacer más peso en la balanza de nuestro destino. Un temor pueril obligó a Aurora a abrir la ventana... ¿Qué influencia no ejercería el amante en la lucha que torturaba su corazón? El amor contrariado es como las aguas que sujeta un dique: se agitan en su centro, sin lograr excederse de su nivel; romped el dique y se desbordarán. Al principio le pareció que el abuelo exageraba; después, ya era intolerante; más tarde, le calificó de visionario.

Aurora y Fernando quedaron reconciliados. Dios sabe cuántas lágrimas costó a la pobre niña aquella reconciliación.

 

CAPÍTULO VII.

Miguel volvía de su trabajo, triste como de costumbre; don Gerónimo le salió al encuentro, diciéndole con acento mezclado de solemnidad y cariño:

-“Ea, Miguel, llegó la hora de que acaben tus melancolías. Voy a descubrirte el gran secreto de tu felicidad: he resuelto casarte”.

-“¿Y en eso cree usted que hallaré mi ventura?”, le contestó el joven. “Gracias, estoy muy bien soltero”.

-“Eres un aturdido. ¿Qué sabes tú si casándote serás feliz o desgraciado, si todavía no te he dicho el nombre de la novia?”.

-“Ni me importa saberlo”.

-“Me parece que vas a parar en una jaula de loco. ¿Crees que no he conocido de dónde proviene esa tristeza continua? Tú estás enamorado, Miguel”.

El joven, por toda respuesta, bajó los ojos y exhaló un suspiro.

-“¿Ves cómo no he pensado ningún disparate?”, continuó don Gerónimo. “Ahora que he adivinado tu secreto, voy a descubrirte el mío. Como yo he sido también muchacho y sé de dónde provienen las penas, cuando se tiene tu edad, comprendí que el amor era la causa de todas ellas. Supe que, todas las noches, a cosa de las diez, salías de casa; seguí tus pasos y vi que ibas a rondar a la del compadre. Entonces, me dije: <<pues, señor, si Miguel ama a Aurora, no hay más recurso, sino que se case con ella>> y, sin decirte una palabra, porque no había para qué, he ido preparando las cosas de modo que ya solo falta la bendición del cura”.

-“Aurora ama a otro”.

-“¿Del pueblo?”.

-“No, señor, de Sevilla”.

-“Algún mozalbete estirado; algún almacén de modas con más olores que una perfumería”.

-“Justamente”.

-“¡Bah! ¡bah! ¿No comprendes que, eso y nada, todo es una misma cosa? Cuento con la voluntad del abuelo, que es lo principal. En cuanto a ella, hará lo que todas: mañana trocará en risas las lágrimas que hoy vierta. Se desvanecerá su locura poco a poco, y al fin te amará más que a ese pisaverde”.

-“Usted me hace entrever el cielo y temo quedarme en la tierra”.

-“Si quieres que todo te lo demos amasado y cocido... Pon algo de tu parle: no creas que, gimiendo y llorando, es como se conquista el corazón de una mujer”.

-“¿Y si nos engañásemos y Aurora sintiese por su novio una verdadera pasión? ¿No seríamos los dos más desgraciados?”.

-“Mira, dice el refrán que, quien da primero, da dos veces; cásate tú con ella que, lo que pueda suceder luego, no lo sabemos ninguno de los dos”.

-“No me atrevo a decidirme; mañana le contestaré a usted”.

-“Pues hasta mañana”.

Miguel quedó algún tiempo meditando sobre las palabras de su tío, sin poder tomar ninguna resolución.

-“Es imposible”, exclamó, “yo nunca podré decirme lo que debo hacer; es preciso que algún extraño venga en mi ayuda”.

Y a pesar de que la noche estaba ya bastante avanzada y caía la lluvia a torrentes, se dirigió a la choza de la Vampiro.

 

CAPÍTULO VIII.

Durante todo el tiempo que Fernando permaneció en la reja de Aurora, no solo recibiendo la fe de un alma a cambio de sus juramentos hipócritas, sino robando del rostro de la joven el fresco matiz de la inocencia, para que nunca volviera a embellecerlo, el cielo se había cubierto de espesas nubes, y algunas gotas de agua gruesas y continuadas daban indicios de próxima tormenta. Fernando se apresuró a despedirse de Aurora, después de darle formal palabra de que no se verificaría su proyectado enlace con Miguel.

-“Tanto está en tu interés como en el mío impedir ese casamiento”, exclamó Aurora con la timidez del rubor, y ahora, “no solo te lo debe mandar tu amor, sino también...”.

-“Mi conciencia”.

-“Puesto que conoces el deber, no dejarás de cumplirlo. La lluvia arrecia; tienes que ir hasta Sevilla... Adiós. ¡Ah! Cuando veas a tu madre, dale un beso, además del que tengas por costumbre, y dile que es de parte de su hija. ¡Si supieras qué deseos tengo de abrazarla!... Yo la llamaré <<madre mí>>, y al pronunciar estas palabras no se inundarán mis ojos de lágrimas, porque el cielo me habrá devuelto la madre que perdí al nacer. Adiós”.

Fernando se separó de Aurora, y ésta le siguió con la vista hasta perderle en un recodo de la calle. Entonces, cerró quedito las puertas de la ventana y se dirigió de puntillas a su alcoba.

Apenas se había acostado y recreaba su imaginación con el recuerdo de los juramentos de Fernando, juramentos hechos con lágrimas en los ojos y la indiferencia en el corazón, Perico, que volvía de dar de comer a los bueyes, entonó á medía voz uno de sus maliciosos cantares. Aurora interpretó la copla como un aviso de la Providencia; pero el fuego había prendido, y todas las lágrimas de la joven no fueron suficientes para sofocar la llama.

La lluvia caía con fuerza; el viento mecía en el aire la tempestad que tronaba horrible; los relámpagos iluminaban, a cada momento, la densa oscuridad de la noche, con su luz cárdena y siniestra. Fernando se dirigió a una plazuela y dio una palmada a un hombre que, guarecido de la lluvia, bajo el dosel de un retablo, dormía a pierna suelta. Dos caballos estaban atados por la brida a una ventana inmediata. El hombre se despertó; ambos montaron y salieron del pueblo. Fernando iba delante, envuelto en una manta murciana, y el criado, algunos pasos detrás, en cuerpo gentil y dando diente con diente, no tanto por efecto del frío, como por el de la lluvia que le calaba los huesos, A algunos pasos de distancia de San Juan, el camino de Sevilla se divide en dos; uno espacioso, que es el Real, y otro tortuoso y estrecho llamado de la Corta, que corre por la orilla del Guadalquivir y conduce a la ciudad con grande economía de tiempo y de terreno. Fernando se quedó parado al llegar a la encrucijada.

 

CONCLUSIÓN.

Apenas amo y criado atravesaron el valle y avistaron el Guadalquivir, la vereda se fue estrechando, hasta hacerse una senda tortuosa y difícil, que apenas permitía el paso a un solo caballo, y esto con grande riesgo, pues por la izquierda se rozaba con un valladar de pitas y moras silvestres y, por la derecha, estaba cortada a pico y descubría un abismo, cuyo fondo eran las aguas del río, que corrían calladas y serenas, señal indudable de su mucha profundidad. La luna que, hasta entonces, había estado alumbrando penosamente, ocultó su último rayo de luz moribunda, y era tan densa la oscuridad de la noche, que sólo a favor de algún relámpago podían nuestros viajeros apercibirse del peligro en que, a cada paso, se hallaban sus vidas. Al fin se convencieron de que era humanamente imposible seguir adelante; la lluvia había inutilizado el camino y, torciendo las riendas a los caballos, anduvieron a la ventura, en busca de algún cortijo en donde pasar la noche. Al poco rato de vagar por aquellas soledades, distinguieron una luz y se dirigieron a aquel sitio. Era la cabaña de la tía Mercedes.

 

Envuelto en una manta cordobesa y con el sombrero echado a los ojos, Miguel se dirigió a la choza de la Vampiro, empujó la puerta, que cedió fácilmente y, absorto en sus pensamientos, penetró en aquella humilde estancia que se hallaba completamente a oscuras. La tía Mercedes había ido a hacer su cotidiana visita al cementerio; Miguel encendió el candil y animó la lumbre. La anciana no se hizo esperar mucho tiempo. El objeto del joven era pedir consejo a aquella mujer; le refirió el paso dado por don Gerónimo, los temores que abrigaba de que Fernando adelantase en el camino de la seducción, y añadió que estaba resuelto a evitarla a todo trance, a robar a Aurora, a llevársela tan lejos que no pudiera seguirle el recuerdo de aquel amor y obligarla, por medio del escándalo, a que aceptase su mano.

La anciana le hizo observar que un casamiento, después de un rapto, no es bastante para hacer callar la maledicencia; que, puesto que los abuelos de Aurora consentían en el enlace, debía apresurarlo, dejar que obrase la violencia, para después ir, poco a poco, ganando el corazón de aquella pobre niña y apartándola de un cariño que, algún día, no podía dejar de serle muy funesto.

-“Dice usted bien, tía Mercedes”, exclamó Miguel. “La prudencia aconseja que, entre dos males, se elija el menor y, más quiero la eterna indiferencia de Aurora, que su eterna desgracia”.

En este momento, dieron repetidos golpes a la puerta.

-“¿Quién va?”, preguntó la tía Mercedes.

-“Dos viajeros perdidos, que piden un asilo contra la lluvia”, contestaron desde fuera.

Aquella voz hizo estremecer a la tía Mercedes, que exhaló un grito comprimido. Miguel abrió la puerta; la anciana hubiera querido impedírselo, pero no pudo moverse de su puesto; las palabras del viajero la dejaron inmóvil, como una estatua. Algunos momentos después, Fernando, seguido de su criado, entraba en la choza.

-“Felices noches”, exclamó el joven. “Gracias por el generoso hospedaje que se nos concede; de no haber encontrado francas las puertas de esta casa, hubiéramos tenido que pasar la noche al raso, debajo de algún olivo, lo cual no nos hubiera sido muy lisonjero; sin embargo, si en manera alguna estorbamos, díganlo ustedes con franqueza y nos retiraremos”.

-“Nadie llama inútilmente a mi puerta cuando pide hospitalidad; bien lo sabe el señor don Fernando de Mendoza”, contestó la tía Mercedes.

Al reconocer Fernando a la anciana, dio un paso hacia la puerta e hizo una seña a su criado para que le siguiese; pero la tía Mercedes se colocó delante, impidiéndole el paso.

-“La Providencia le ha traído a usted a mi casa”, dijo, y tenemos que hablar”.

-“¿Para recordar escenas que a ambos nos llenen de dolor?”.

-“No hablaremos de lo pasado, sino de lo presente y lo por venir. Usted no puede negarse a escucharme, porque yo no me he negado a franquearle mi casa”.

-“Estoy dispuesto a escucharla, pero...”.

-“Sea sin testigos”.

Miguel cogió su manta y se dispuso a partir; a una señal de su amo, el criado hizo lo mismo y quedaron solos en la choza Fernando y la tía Mercedes; esta arrojó algunos pedazos de leña en la lumbre, que tomó cuerpo y alumbró la estancia con una luz cárdena, pero más intensa que la moribunda del candil. La tía Mercedes invitó a Fernando a que tomase asiento, y le dijo: “Quizás nuestra conversación no será del todo estéril; ya que ha habido una víctima de la desgracia, quiero impedir que se sacrifique la segunda. Usted ama a Aurora”.

Fernando no pudo contener un movimiento de sorpresa.

-“Lo sé”, continuó Mercedes. “Sé también que el señor don Fernando de Mendoza no descenderá nunca, por mucho que lo prometa, hasta el punto de casarse con una mujer que, criada en la sencillez de los pueblos, podría sonrojarle en ese mundo elegante que frecuenta. Diré más: la idea de casamiento nunca ha pasado por la imaginación de usted y, habiéndome yo constituido en madre adoptiva de Aurora, no puedo consentir que sea burlada infamemente”.

-“Usted interpreta mis sentimientos a su modo, fundada en un triste suceso del que yo no fui responsable“.

-“¿Pues quién?”.

-“Las circunstancias...”.

-“¡Las circunstancias! ¿Las circunstancias le obligaron a usted a inspirar un amor que luego había de calificarse de imposible? ¿Las circunstancias secaron ese corazón? ¿Las circunstancias encendieron la discordia en el seno de una familia honrada, postraron en el lecho de muerte a una joven, le arrancaron el último suspiro? Y usted cediendo a ellas, ¿nunca vino a endulzar su agonía con una palabra de consuelo....? ¡Horribles circunstancias! Pero ni el mal tiene ya remedio, ni ahora se trata de mí hija, sino de Aurora; desde el momento en que espiró mí hija, muerte de la que usted fue la única causa, abandoné el pueblo y me vine a habitar esta choza, porque ni podía soportar las indiscretas murmuraciones del vulgo, ni la intensidad de mi dolor consentía testigos. Quería además estar más cerca de la tumba de Consuelo, para que no estuviese en muerte tan olvidada como lo estuvo en vida. Sola en el mundo, sin el único apoyo que el cielo me había deparado, mi carácter cambió completamente; hui de la sociedad porque la odiaba, y hasta me olvidé de Dios, para pensar tan solo en la venganza, que era el afán eterno de mi vida. Perdida en la inmensidad de mi dolor, quería comprender en él a todas las madres; insultaba al cielo, pidiéndole para todas las mujeres el destino de mi hija. Una tarde, por casualidad, le vi a usted en el pórtico del convento; Aurora estaba a su lado. Sin duda, le juraba su amor, y usted utilizaba esos juramentos para que le facilitasen el camino de su deshonra. Porque al verle a usted profanar la memoria de Consuelo, en vez de la indignación natural, en mi odio, sentí inundarse mi pecho de una infernal alegría. Desde aquel momento espié con cuidadoso afán los progresos que hacia el amor de Aurora: a cada nuevo paso que, en mi concepto, daba encaminado a su perdición, se aumentaba mi gozo inhumano; era un placer estúpido y criminal, lo confieso, pero mi delirio no lo conocía. Una noche, como de costumbre, fui a acompañar el sepulcro de Consuelo, y a ofrecerle la seguridad de que no era ella sola en su desgracia. Era una noche horrible; el viento silbaba desencadenado, la lluvia caía a torrentes, los árboles se desgarraban, y las flores, que yo coloqué en el sepulcro, habían volado a impulsos del huracán. Un fúnebre ciprés inclinaba por intervalos sus ramas melancólicas sobre la tumba, como queriendo ampararla en el abandono en que la veía. Busqué aquellas flores, tributo de mi cariño, y estaban esparcidas por el cementerio. Las recogí marchitas, desojadas, sin matices, sin aromas; y volví a colocarlas en la tierra removida. Me puse a orar y, al terminar mi plegaria, habían desaparecido otra vez. Sentí una cosa húmeda que tocaba mi frente... Eran las ramas del ciprés que, de nuevo, engalanaban la tumba en su abandono. Quise besar aquellas hojas bienhechoras, que desafiaban las inclemencias del huracán, y huyeron de mí, presurosas, a posarse sobre otro sepulcro. Entonces comprendí que todos mis dones habían sido una profanación, porque a mi pecho había tocado la gangrena, y caí sin sentido en el helado pavimento. Cuando volví en mi razón, la lluvia había cesado; una brisa suave refrescaba mi frente. El ciprés nos cubría con sus ramas a la tumba y a mí; un mar de lágrimas inundó mis ojos, y mis labios pronunciaron estas palabras: <<¡Pobre Consuelo! ¡Pobre Aurora!>>. El alma de mi hija había arrancado la venda que me cegaba: Dios permitió que viera mi alma y la encontré horrible. Aquel mismo día y, como para afirmar mi resolución de volver bien por mal, amor por encono, Dios envió a mi casa una persona, modelo de abnegación en el cariño. Era un hombre, me habló de su amor a Aurora y de los celos horribles que le atormentaban. Un resto de espantosa ceguedad me indujo a aconsejarle un crimen, como medio de acabar con sus desdichas, y aquel hombre antes consintió en el sacrificio de su amor, que en el crimen que le aconsejaba. Hizo su deber, y yo olvidé el mío, pero Dios permitió que lo recordara al instante: Juré ser en el mundo el ángel custodio de Aurora, y estoy resuelta a cumplir ese sagrado juramento”.

 

-“Me pondrá usted en el caso de usar de una aspereza inconveniente y que repugna a mi voluntad”, interrumpió Fernando. Ruego a usted que terminemos esta conversación ya demasiado larga y enojosa desde su principio”.

-“Es imposible”, contestó Mercedes. “Tenemos que arreglar definitivamente este asunto”.

Fernando, sin contestar una palabra, se alzó de su asiento, terció en el brazo la manta que se hallaba en el suelo y, haciendo con la cabeza un saludo a Mercedes, se dispuso a abandonar la choza. La anciana, con una viveza incomprensible en sus años, ganó de un salto la puerta, echó el cerrojo y torció la llave que guardó en su bolsillo.

-“¡Mercedes!”, gritó Fernando, ciego de ira y dirigiendo a la anciana una mirada terrible y amenazadora, que se cruzó con otra orgullosa y tranquila.

-“Sin que usted renuncie a Aurora, no se abrirá esta puerta”, dijo Mercedes.

-“Me impone usted una hospitalidad muy generosa”.

-“Pronuncie usted una sola palabra y quedará libre. Si don Fernando de Mendoza hubiera sido únicamente el burlador de Consuelo y no también el seductor de Aurora, ni una palabra hubiese salido de mis labios para acusarle, ni una sola que pudiese hacerle molesta mi hospitalidad. Pero hemos llevado la cuestión a un terreno inconveniente. Olvidémonos de todo; sé que, en vez de mandatos, he debido hacerle súplicas. Pues bien, en nombre del amor de mi desdichada hija, le ruego que acaben sus relaciones con Aurora. Estos sitios están llenos de la memoria de Consuelo: el eco de vuestras protestas amorosas va a perderse en el lugar que encierra sus despojos.... Fernando, esa es una profanación. Permítame usted que penetre en el sagrado de sus intenciones, con la seguridad de que no me equivoco. Consuelo oiría, sin indignarse, juramentos hechos por a la que usted hubiese decidido hacer su esposa y rogaría a Dios la felicidad de ambos; cualquiera otro amor la insulta y la escarnece. Mujeres hay en el mundo: Usted es joven y dispone de todos los medios de la seducción; ellas acogerán ávidas el amor que usted les ofrezca, pero lejos, lejos de este lugar que, para usted, el primero, guarda un recuerdo triste y una lección severa. Además, considere usted que, por satisfacer un capricho, va a destruir la paz de una familia honrada y respetada, que va a hacer otra víctima que acaso pague con la vida su funesta credulidad, y que destruye usted la dicha del hombre que ama con delirio a Aurora y que está dispuesto a darle lo que de esas manos no puede recibir.

 

Fernando guardaba silencio y parecía conmovido; pero en realidad, meditaba. Las palabras de Mercedes, en cuanto hacían relación a Consuelo, tocaron un momento su alma, pero luego se estrellaron contra el baluarte de su egoísmo. Al hablar la anciana de un hombre que estaba dispuesto a casarse con Aurora, un pensamiento corrió rápido por la mente de Mendoza, y depositó en su corazón una esperanza. Ya Aurora le había dado la mayor prueba de su amor, ¿no sería mañana un obstáculo para él? Si otro hombre la hacía su esposa, ella, por naturaleza o por necesidad, olvidaría el perjurio de Fernando, a quien no tendría derecho ni ocasión para dirigir reconvenciones. Este era el desenlace más afortunado de cuantos pudiera imaginar. Una sonrisa de satisfacción asomó en sus labios, pero tan fugaz, tan leve, que pasó desapercibida a las fijas miradas de Mercedes, que aguardaba la resolución de Fernando, con no menor ansiedad que un reo su sentencia.

-“Mercedes, tiene usted razón”, dijo Fernando, después de un breve rato de silencio. “La Providencia me ha traído aquí y ella me ilumina en este instante; no quiero que la desgracia alcance por más tiempo a aquellos a quienes inspiro cariño. Renuncio, desde este momento, al amor de Aurora; cásese con ese hombre que promete hacerla feliz; yo le abandono su corazón y ella también acabará por olvidarme”.

-“Dios nos escucha y recibirá esa solemne promesa”, replicó Mercedes. “En cuanto a usted, señor don Fernando, hallará en sí mismo la recompensa de ese proceder tan noble y generoso”.

La incierta luz de la aurora puso fin a aquella entrevista. Fernando montó a caballo, muy satisfecho de su destino, que le había presentado la ocasión de deshacerse, con tanta comodidad, de una carga que, con el tiempo, había de serle insoportable.

Miguel, acariciando una ventura que nunca se atrevió a soñar, corrió en busca de don Gerónimo, para anunciarle que estaba resuelto a aceptar la mano de Aurora. Aquel fue un día de júbilo para ambas familias; don Bernardo, inflexible a las súplicas y las lágrimas de su niela, le dijo terminantemente que se dispusiera a ser esposa de Miguel en el término de una semana.

 

Aquella misma noche, espiando el momento en que todos dormían, Aurora escribió a Fernando la siguiente carta:

<<Fernando, todos mis esfuerzos han sido inútiles para impedir mi proyectada boda con un hombre a quien no puedo amar. Tu honor y el mío exigen una determinación enérgica. Ven pronto a hablar con mi familia. Aurora>>.

Apenas la joven había acabado de firmar la carta, Perico, que no parecía sino su sombra, o mejor dicho su Providencia, entró en la estancia y vio el rápido movimiento de Aurora al guardar la carta en el bolsillo. Convencido de que trataba de enviar algún mensaje a Fernando, y resuelto a impedirlo, se puso al acecho.

Aurora llamó a un criado de toda su confianza y le entregó el billete; mas apenas el mozo había salido de la casa, Perico, que seguía sus pasos cautelosamente, se encontró en una esquina con Miguel, a quien dijo que le siguiera. Calculando que el criado caminaba en dirección a Sevilla, Perico y Miguel, con objeto de tomarle la delantera, torcieron por una calle escusada y le esperaron a la salida del pueblo. El mozo no tardó en aparecer; y aunque contestó negativamente a todas las preguntas de Perico, estrechado cada vez más, no pudo resistir más tiempo y dejó en manos de los dos amigos el billete que le había confiado Aurora.

Perico y Miguel lo leyeron; descubierto el secreto de la deshonra de la joven, ambos la quisieron vengar. Miguel alegaba su amor, su felicidad, que el proceder de Fernando había hecho imposible; Perico, el deshonor en que aquella afrenta sumía a su familia. Al fin se convino en que Miguel sería el encargado de tomar venganza; dos días después se verificó un duelo a muerte, que a Miguel le costó la vida, y del que Fernando salió herido de gravedad. Perico fue el único testigo del desenlace de este drama.

 

Al verse Fernando a las puertas de la muerte, repasó en su memoria toda su vida anterior y, la proximidad de la tumba, le hizo conocer el arrepentimiento. Un día, llamó a su madre y le pidió permiso para casarse con Aurora. La madre accedió a los deseos de su hijo moribundo.

La muerte de Miguel, como era natural, dio origen a un proceso que se sustanciaba con rapidez, y la justicia desplegaba todos sus recursos para apoderarse del reo. Entretanto, Fernando, contra todas las esperanzas de la ciencia, experimentaba un considerable alivio, que siempre iba en aumento y era de creer que, si no sanaba completamente, dilataría su vida algunos años. Habiendo entrado en el período de convalecencia, creyeron los facultativos que, para su completo restablecimiento, le convendría respirar otros aires más puros y le aconsejaron que, inmediatamente, abandonase Sevilla. Así se hizo, en efecto, y Fernando fue a establecerse en Córdoba con su familia.

Solo a fuerza de dinero pudo sustraerse a las pesquisas judiciales: hoy vendía una finca; mañana, otra, hasta que el proceso absorbió todo su caudal. Una pena aguda le devoraba el corazón; los padecimientos morales despertaron los físicos y, un año después de la noche en que fue herido, dejó de existir.

La madre y la viuda, viéndose privadas de su único apoyo en el mundo, sin relaciones y sin recursos, abandonaron Córdoba y se establecieron en Madrid, creyendo hallar protección en algunos amigos del padre de Fernando que gozaban de influencia.

Pero la amistad no es siempre un modelo de constancia. Aurora y la madre de Fernando recibieron, unos tras otros, cien desengaños, y apelaron a la labor como único medio de subsistencia.

Hoy, la madre se encuentra enferma en el hospital; Aurora, también enferma, no puede dedicarse al trabajo con la constancia que exigen sus necesidades, e implora de noche la caridad pública, más para atender a la existencia de su hijo que a la suya propia. Aurora es la joven que nos pidió limosna en el café; el niño que lleva en sus brazos, el fruto de sus amores.

Sandoval escuchó con religioso interés toda mi historia. Al día siguiente, él y yo llamábamos a la puerta de la buhardilla de la mendiga: renuncio a describir la pobreza de aquella estancia: esas miserables habitaciones tienen una desnudez común.

Sandoval hizo creer a la joven que una persona desconocida le había encargado de socorrer su miseria. Desde aquel día, menudeó sus visitas a la joven, y yo creí notar en su interés algo más eficaz, más tierno que la amistad y la compasión.

La casualidad hizo que, hasta entonces, no se hubiese descubierto la fábula con que yo conseguí interesarle. Supo que se llamaba Magdalena, pero esto importaba poco porque, al empezar el cuento, le dije que cambiaría el nombre de los personajes.

La discreción no es la cualidad que más distingue a los enamorados. Un día, Sandoval quiso saber sí merecía la confianza de Magdalena, y se empeñó en oír su historia de sus mismos labios. Entonces, supo que, hacía poco tiempo, había perdido a su hermana viuda que, por sola herencia, le había dejado aquel niño, que era soltera e hija de un teniente de infantería.

Esta historia, como se ve, era más sencilla que la de mi invención; pero interesó más a mi amigo que, sin celos, por vivos ni difuntos, me perdonó fácilmente mi mentira, como causa al fin de su felicidad, y sé casó con Magdalena. Ya hace de esto algunos años y su felicidad no se ha interrumpido.

Esta era la historia comprendida en el cuaderno, que devoraron las llamas de mi chimenea; pero estaba impresa en mi corazón y fácilmente pude recordarla. Si Sandoval y Magdalena, a quienes la suerte ha separado de mí, leen estas líneas, se convencerán de lo muy presentes que están en mi memoria.

Luis GARCÍA DE LUNA.

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