La voz del órgano, narración vinculada a San Juan de Aznalfarache

1908, el templo y el convento, al borde del cerro.

Esta historia, vinculada a San Juan de Aznalfarache (por entonces, oficialmente, la villa es aún denominada San Juan de Alfarache) se narra en BALAGUER, V. (1851, 3ª edición): “Los frailes y sus conventos: su historia, su descripción, sus tradiciones, sus costumbres, su importancia” (tomo II). Barcelona, Editores Hermanos Llorens, en relación con el Convento de San Juan Bautista y de su Iglesia parroquial, a cargo de la Tercera Orden de San Francisco.

Un amigo mío nos refirió un día una tradición que, se supone, referente a este convento y que no vacilamos en contar, haciendo todas las salvedades necesarias.

¿A qué año o a qué época se remonta? ¿Cuál es el nombre verdadero de sus personajes? Esto es lo que nos dijo nuestro amigo, por ser cosa que la tradición se calla. 

San Juan de Alfarache: La voz del órgano.

Dos jóvenes se presentaban cada día, invariablemente, en la celda de un anciano benedictino, el cual, aunque retirado en un convento de Sevilla, era conocido en toda la ciudad y, acaso, en todo el reino, por sus vastos conocimientos musicales que, bondadoso y solícito, ponía a disposición de todos los que querían utilizarse de ellos.

Tenía pues varios discípulos el buen anciano y contaba como a sus favoritos a los dos jóvenes citados, que se llamaban Diego, el uno, y Salvador, el otro; ambos hijos del pueblo que agrupaba sus casas, como un rebaño tendido, a la falda del cerro donde se alzaba majestuoso el convento de San Juan de Alfarache.

Diego y Salvador eran dos amigos íntimos, enlazados por un cariño tan verdadero que les hacía hermanos. Nada creían que fuera capaz de separarles, nada. Su maestro, el anciano religioso, se llenaba de alegría al ver aquella fraternal amistad y habíales compuesto, para que tocaran y cantaran juntos, una melodía cuya letra empezaba así:

Siempre unida nuestra suerte,

a todas partes irá;

jamás adverso el destino,

separarnos logrará.

Esta composición, en que el anciano había vertido toda una verdadera riqueza de sentimiento y melancolía, arrebataba a los dos amigos cada vez que la ejecutaban, y conocía que era como un nuevo lazo que les unía de una manera imposible de explicarse. Sus años corrían felices, sin que turbara la calma de su amistad la menor pena, como no turba, en un día tranquilo, el menor soplo de viento la límpida superficie de un azulado lago.

Sin embargo, al cabo del tiempo, lo que no había conseguido la rivalidad del arte en varios años la misma carrera, estaba a punto de alcanzarlo el amor, que es, tan a menudo, el ángel malo de los corazones entusiastas.

Ambos jóvenes conocieron, en un mismo día, a María, hija de un oscuro y nada rico hidalgo retirado en su pueblo. Y ambos quedaron prendados de ella.

Diego frecuentó la casa de la hermosa doncella desde aquel día, lo propio que Salvador, el cual sentía irse, poco a poco, amontonando en su corazón toda la hiel espantosa de los celos.

Una tarde, dijo Diego al padre de María:

-Amo a vuestra hija; mi arte es toda mi fortuna, pero puede ser bastante para dos corazones cuya única ambición sea la de ser felices.

El hidalgo interrogó con una mirada a María, que contestó, ruborizándose y bajando los ojos:

-Amo a Dios. ¡Bendecidnos, padre mío!

El hidalgo, entonces, tomó la mano del joven y la estrechó, afectuosamente, entre las suyas, diciéndole:

-Dentro de cuatro meses, sé que deja su empleo el organista de San Juan de Alfarache. Obtened la vacante y seréis mi hijo.

Por lo que toca a Salvador, se alejó de Diego; dejó de asistir a las lecciones de su maestro y apenas se le veía. En su corazón no habitaba ya más que una pasión exagerada, llevada al extremo y que, por lo mismo, le llevaba a él al frenesí: los celos.

La asiduidad de Diego consolaba al buen maestro de la ausencia de Salvador, pero apenas podía comprender la increíble rapidez de los progresos de su discípulo. Era que Diego tenía un segundo maestro más hábil: el amor. Y que María era una inspiración más poderosa para alimentar el entusiasmo.

Transcurrieron los cuatro meses, durante los cuales, el alma de Salvador alcanzó el colmo de la pasión, de la desesperación y de la ira.

Un anochecer, se presentó de improviso, pálido y alterado, en la celda de su maestro, al cual hacía todo aquel transcurso de cuatro meses que no visitaba.

“¿Dónde está Diego?”, preguntó con breve y con imperioso acento.

“¿Diego? ¡Oh! Diego ha llegado a lo que tú nunca llegarás, hijo pródigo”, respondió el buen religioso, contemplando con asombro las numerosas arrugas, impresas durante tan poco tiempo, en la frente de uno de sus dos discípulos favoritos. “Salvador…”, prosiguió con un acento de dulce afabilidad, “mucho tiempo hace que no te había visto y muy cambiado te vuelvo a ver”.

-¡Oh! No os sucederá lo mismo con Diego. Él es feliz.

-¿Y por qué no has de serlo tú también? ¿Por qué no habéis de llegar a ser vosotros dos, mis más queridos discípulos, el orgullo de mi vejez? Mira, a él todo le va viento en popa, porque estudia y trabaja; mañana toma posesión de su empleo como organista de San Juan de Alfarache y, dentro de ocho días, se casa.

Las mejillas de Salvador se coloraron, repentinamente, con un vivo rubor, cuya verdadera causa estaba bien lejos de sospechar su pobre maestro.

“¿Dónde está Diego?”, volvió a preguntar el joven. “Es preciso que le vea enseguida”.

-Lo encontrarás, hijo mío, en la iglesia de San Juan, donde ensaya en el órgano su misa de recepción. ¡Ojalá su ejemplo te inspire la idea de imitarle!

Una feroz alegría brilló en los ojos de Salvador, que salió de Sevilla, dirigiéndose hacia el cerro, donde se elevaba el convento. Llegado allí, ocultando su rostro con el embozo de la capa, empuñó con su mano derecha una daga que asomaba por su bolsillo y, apoyándose en el pilar de la puerta, sin atreverse a entrar con su sacrílega intención en el templo del Señor, aguardó el momento en que, luego de haber concluido, bajase Diego de la tribuna donde estaba el órgano.

Estaba ya muy adelantada la noche, eran cerca de las doce, el templo se hallaba desierto y reinaba en su recinto una silenciosa oscuridad, que añadía mayor misterio a la santidad que infundía el sitio. Sólo entreveía a lo lejos la mirada la luz pálida y trémula de una lámpara colocada en mitad del coro; parecía un alma pronta a extinguirse en aquella vasta tumba.

Repentinamente, un primer acorde hizo estremecer la bóveda y estremecer también al único oyente que, abajo, en la nave, había. Enseguida comenzó el “Gloria un excelsis”; este trozo, tocado al principio con toda su sencillez, no tardó en ser repetido con variaciones, dando motivo e inspiración a una fuga admirable. Nunca todavía el genio de Diego se había elevado tanto, nunca su ejecución había sido tan conmovedora. Era todo lo que puede imaginarse de más dulce y más grande, al mismo tiempo, en armonía; era la fuerza de la juventud, unida al sentimiento puro, a la esencia exquisita de la música religiosa.

Salvador, inmóvil, como la columna en que se apoyaba, se sintió sobrecogido por una involuntaria turbación; un sudor frío corrió por todo su cuerpo, lo mismo exactamente que si hubiese sido el ángel rebelde, obligado a escuchar el cántico de los serafines del Eterno.

Un momento de silencio había sucedido a los últimos acordes de la fuga.

El órgano volvió a empezar, pero esta vez fueron unas notas dulces, dolientes, melancólicas. Apenas esta nueva melodía fue a herir el oído de Salvador, cuando su cabeza inclinada se irguió, estremecióse de nuevo todo su cuerpo; sus ojos se llenaron de abrasadoras lágrimas.

Un recuerdo acababa de atravesar, como un rayo, su imaginación.

En efecto, aquella nueva armonía era la misma que su anciano y bondadoso maestro había compuesto para ellos dos, cuando ellos dos estaban unidos por el cariño más sincero y fraternal; era la misma que había escrito para que, juntos, la cantaran y juntos la ejecutaran; era, en fin, la dulce y sentida trova que empezaba así:

Siempre unida nuestra suerte,

a todas partes irá;

jamás adverso el destino,

separarnos logrará.

Entonces, recordó Salvador las veces que, entonando juntos esta composición, arrastrados por el encanto irresistible de aquella suave y doliente música, se habían arrojado conmovidos en brazos uno de otro, jurándose amistad y fraternidad por toda la vida.

Por otra parte, Diego tocaba, en aquel instante, esta composición con un sentimiento admirable. Escuchábale Salvador con una emoción siempre creciente y aquel hombre, cuyo corazón había un momento antes sido obcecado por un pensamiento horrible, fuese abandonando por grados a las más dulces emociones, vertió lágrimas de ternura que refrescaron el ardor de sus mejillas, sintió respirar su pecho con más libertad y soltó de su mano el arma destinada a librarle a un tiempo de más detestado rival y del más querido amigo.

Arrastrado por sus inspiraciones siempre renacientes, y siempre más grandes y más bellas, Diego hubiera pasado toda la noche en el templo, si una voz bien conocida no hubiese ido, dominando los sones del órgano, a hacer resonar hasta el fondo de su corazón estas palabras:

-¡Diego, adiós, sé feliz!

Diego bajó precipitadamente de la tribuna, pero en vano llamó, en vano buscó en la nave, entre los pilares. No vio a nadie.

Cuando iba a salir, meditando sobre este acontecimiento, que estaba pronto a creer un juego de su imaginación, el pálido rayo de la lámpara hizo brillar a sus ojos un objeto al pie de una columna.

Se acercó.

Era un puñal.

El puñal caído de las manos de Salvador.

Al día siguiente, el dichoso Diego tomaba posesión de su empleo de organista de San Juan de Alfarache y, ocho días después, acompañaba al altar a la hermosa María.

Desde aquel día, la comunidad de San Juan de Alfarache contó con un individuo más: Con Salvador. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Robo de 50 pesetas en San Juan de Aznalfarache, julio de 1893

Imagen realizada con inteligencia artificial. “El Noticiero Sevillano, diario independiente de noticias, avisos y anuncios”, Sevilla. Sábado...