Lourine y Brot (1846), en su libro: “Los conventos, obra filosófica y poética: su origen, historia, reglas, disciplina, costumbres, tipos y misterios”, y después, Víctor Balaguer (1851, 3ª edición), en: “Los frailes y sus conventos: su historia, su descripción, sus tradiciones, sus costumbres, su importancia” (tomo II), nos narran cómo era la celebración popular de la Semana Santa, en este cerro lleno de olivos, con aquellos religiosos franciscanos, ya exclaustrados y que seguían permaneciendo como eclesiásticos de la iglesia de San Juan de Alfarache (hasta 1890 no tendría oficialmente la denominación actual), vistiendo el hábito clerical.
La época de la Semana Santa, con sus funciones religiosas, nos alcanzó estando allí, y ciertamente que nada puede presentarse de más religioso y más patético, que la celebración del culto y las particulares ceremonias de estos días, durante la noche del Jueves y del Viernes Santo, sobre aquella pintoresca eminencia, al resplandor de las multiplicadas luces de su iglesia, en medio de aquellos campos y entre la majestad de las sombras de la noche. Como este convento, aun en tiempo de las comunidades, sirvió siempre de parroquia a los habitantes del inmediato pueblo de su nombre, toda su población sube la noche del Viernes Santo, para oír la Pasión del que redimió el mundo y, más de una vez, contemplamos cuánta es la ilusión de lo que allí se recuerda, cuando el predicador recita el paso de las olivas, no siendo sino sobre otro monte, todo cercado de ellas, desde donde dirige a los fieles sus religiosas palabras. Recordamos también la parte dramática con que, entre tan sencillo auditorio, se representan todos los años por aquel país, de tanta imaginación para todo, los hechos de la pasión; y no olvidaremos jamás la sorpresa que nos causó (ignorándolo con anterioridad), el estampido de los tiros que ahogaban la voz del predicador, para figurar más a lo vivo (como decían), la conmoción de la tierra a la muerte de Jesucristo. Inspiran con todo cierto respeto en semejantes días y a tales horas, a aquella altura; su soledad, el aire misterioso de la iglesia y la voz de aquellos religiosos que, cantando bajo las bóvedas de su coro, hacen resonar sus ecos por la campiña entre el silencio de la noche y la extensión de aquellos campos.
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