Robo de 50 pesetas en San Juan de Aznalfarache, julio de 1893

Imagen realizada con inteligencia artificial.

“El Noticiero Sevillano, diario independiente de noticias, avisos y anuncios”, Sevilla. Sábado, 22 de julio de 1893.  

En San Juan de Aznalfarache, han robado a D. José Domínguez, vecino de la calle Villapineda, un billete de 50 pesetas.

El robo lo efectuó un individuo de esta capital, que se hospedaba transitoriamente en la casa del Sr. Domínguez y que, aprovechando la ausencia de éste, abrió el cajón de una cómoda y robó los diez duros.

Con ellos, vínose a Sevilla y se compró varias prendas de vestir, que le hacían falta y que no pudo utilizar porque ha sido preso.  

Falso rumor de ahogado en San Juan de Aznalfarache, mayo de 1893

“El Noticiero Sevillano, diario independiente de noticias, avisos y anuncios”, Sevilla. Lunes, 8 de mayo de 1893.

Esta mañana se aseguró que, el niño perdido en Triana, había aparecido ahogado en el rio, en unos mimbrales próximos á San Juan de Aznalfarache.

La familia y la policía averiguaron si el rumor tenía fundamento y resultó inexacto.

Incendio de barco en San Juan de Aznalfarache, junio de 1889

Sección de óleo del siglo XIX, en el que se refleja el río Guadalquivir a su paso por San Juan de Aznalfarache.

“El Día”, 9 de junio de 1889 y "La Provincia, órgano del Partido Liberal-Conservador", jueves, 13 de junio de 1889.

El barco titulado “Laúd San Cristóbal”, de matrícula de Vinaroz, que se hallaba en el muelle de

San Juan de Aznalfarache con cargamento, fue pasto de las llamas el día 5 del corriente, a las seis de la mañana, siendo inútiles los esfuerzos que, para salvarlo, hicieron tanto la tripulación como las numerosas personas que acudieron en auxilio de esta.

No ha habido que lamentar desgracias personales, pero las pérdidas ocasionadas por el incendio importan más de 40.000 pesetas.

Dos guardias civiles salvan a un jinete en el río por San Juan de Aznalfarache, octubre de 1888

Sección de óleo del siglo XIX, del Guadalquivir, a su paso por término de San Juan de Aznalfarache.

“Diario de Córdoba, de comercio, industria, administración, noticias y avisos”, Córdoba. Viernes, 26 de octubre de 1888.

Un sujeto, que se dirigía a caballo por el arrecife de San Juan de Aznalfarache a Sevilla, cayó con la caballería en el gran barrancón que va a perderse al Guadalquivir. Acudieron a sus gritos dos guardias civiles, que se desnudaron y, con peligro de sus vidas, lo sacaron vivo, aunque con algunas lesiones.

“El Correo Militar”, 29 de octubre de 1888.

De "El Tribuno", de Sevilla:

De un servicio que honra y enaltece al benemérito cuerpo de la Guardia Civil, hemos tenido las siguientes noticias que insertamos con gusto.

La pareja de punto en San Juan de Aznalfarache, cumpliendo los deberes de su cargo, vigilaba, en la tarde del domingo, el camino chico que conduce de esta ciudad a la inmediata de la villa.

Próximo a la alcantarilla denominada ‘La madre’ (Madre Vieja, caudal de agua proveniente de Santiponce), un individuo, jinete en un brioso caballo, desapareció como por escotillón de la vista de los guardias.

Estos, figurándose lo ocurrido, acudieron enseguida al sitio donde desaparecieran jinete y caballería.

Desde una altura de cuatro o cinco metros, habían caído al río y la corriente arrastraba a ambos, poniendo en gran peligro la vida del infeliz caminante.

Con esta abnegación a que nos tiene acostumbrados la Guardia Civil, se arrojó al río la pareja y, después de grandes trabajos, logró sacar a flote al desgraciado individuo y la caballería que, pocos momentos antes, este montaba.

Hacemos público este suceso, no escatimando nuestras felicitaciones a la pareja que llevó a cabo tan humanitario servicio.

Se llaman los arrojados guardias de segunda clase: José García Hernández y Alonso Zambrano.

“El Correo Militar”, 20 de noviembre de 1888.

Aznalfarache.—Por los guardias José García Hernández y Alonso Zambrano Ramos que, el 21 de octubre último, prestaban servicio en las inmediaciones del río Guadalquivir, fue salvado de una muerte segura el vecino de Coria del Rio, Francisco Campos Moreno, que era arrastrado por la corriente de las aguas, a consecuencia de haberse caído con una caballería que conducía, al pasar por una senda inmediata a dicho río, habiéndole además curado varías contusiones y prestado cuantos auxilios le fueron necesario, hasta ponerle en estado de continuar su marcha.

Cadáver de teniente en el río por San Juan de Aznalfarache, septiembre de 1888

“La Palma de Cádiz, periódico político, mercantil, literario, industrial, científico, comercial y de anuncios”. Sábado, 15 de septiembre de 1888.

Acerca de un misterioso suelto que publicó un periódico de Sevilla, referente al suicidio de un teniente del ejército, ocurrido hace poco, dice “El Eco de Andalucía” que, aunque por los centros oficiales nadie ha podido averiguar, por noticias fidedignas, se sabe que se llamaba Antonio Pérez, que era teniente del Regimiento de Granada y que hacía cuatro días que había desaparecido de aquella capital.

Su cadáver se encontró a orillas del Guadalquivir, cerca de San Juan de Aznalfarache, desde cuyo punto fue trasladado al Hospital Central. 

De San Juan de Alfarache a Aznalfarache durante el siglo XIX

Estudio sobre el cambio de denominación de San Juan de Alfarache a San Juan de Aznalfarache durante el siglo XIX, hasta que el último se hace oficial en 1890.

El penúltimo nombre propio de esta localidad parte de los tiempos del asentamiento de la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén o de Acre, que transmitió su patrón a esta villa: San Juan Bautista, más el arabismo al-Faray, cristianizado como Alfarache, en las décadas en las que permanecieron en este lugar, durante el siglo XIII.

Ya en el siglo XV, se puede justificar que el nombre de esta aldea ribereña de Tomares es San Juan de Alfarache, a través de los documentos del envío de los frailes franciscanos para habitar en el cerro. Curiosamente, mientras para la administración civil, San Juan dependía de Tomares, para la administración eclesial, tanto Castilleja de Cuesta como Tomares, dependían de San Juan.

Desde 1599, el nombre de San Juan de Alfarache se hace muy popular por el primer tomo de la novela picaresca de Mateo Alemán, que toma como apodo el de su lugar de origen: Guzmán de Alfarache. En el primer capítulo de la misma describe la localidad en aquel tiempo.

Portada de la obra.

Si quiere leer la reflexión de este blog "¿Se puede analizar al obra "Guzmán de Alfarache" sin conocer San Juan de Aznalfarache", haga clic aquí.

En 1630, surge el primer libro que se centra en un tema de la historia de San Juan: “Información sobre la posesión y propiedad de la milagrosa pila bautismal en el Osset Bético, territorio hispalense transamniano, San Juan de Alfarache”, escrito por el fraile cartujo Joseph de Santa María.

Portada del documento de 1630.

Si quiere saber más sobre esta obra y su autor, haga clic aquí.

Es ya en este siglo XVII, el sevillano don Diego Ortiz de Zúñiga, noble, historiador, Caballero de la Orden de Santiago y alcalde de Sevilla, escribe “Anales Eclesiásticos y seculares de la muy noble y muy leal ciudad de Sevilla, metrópoli de la Andalucía, que contienen sus más principales memorias, desde el año 1246, hasta 1671” (de 1677), donde encontramos por primera vez (al menos hasta el año 2025), la denominación “Aznalfarache” para estas tierras, como por ejemplo, para llamar al “castillo de Aznalfarache” aunque en la misma obra, también aparecen “San Iuan de Alfarache”, “Alfarache”, “Aznal Farache” y “Haznalfarache”.


Dos ejemplos de este manuscrito histórico en el que, por primera vez, encontramos la denominación Aznalfarache, aunque también aparezca la oficial San Juan de Alfarache.

En general, durante los siglos XVII, XVIII y las primeras décadas del siglo XIX, podemos contrastar por los libros de los frailes franciscanos de la Tercera Orden, residentes en esta villa, que la denominación usada para la misma es “San Juan de Alfarache”.

Indicación de la propiedad de uno de los libros del Convento de San Juan Bautista, de 1669.
Indicación de la propiedad de uno de los libros del Convento de San Juan Bautista, de 1771.
Indicación sobre uno de los inventarios del convento, en 1814.

En 1833, tras 585 años de existencia, el Real Decreto de 30 de noviembre suprimió el Reino de Sevilla, creándose la actual Provincia de Sevilla. Ello queda reflejado en el mapa del geógrafo francés A. H. Dufour, que constituye la primera imagen cartográfica plenamente contemporánea de Andalucía. San Juan de Alfarache cambia de nombre a San Juan de Aznalfarache.

Sección del mapa de 1833.

A través de los frailes terceros franciscanos y de la influencia sobre ellos del erudito clérigo don Manuel María del Mármol, es como pensamos que más cambió la denominación de esta urbe para la propia localidad. Es incluso el propio Manuel María quien, en su poemario, cambia de Alfarache a Aznalfarache, y crea la primera obra titulada con el nombre actual: “Al nuevo porche de San Juan de Aznalfarache”, la terraza a la entrada de la iglesia parroquial que él mismo financiaría. Este texto se encuentra en “Romancero o pequeña colección de romances, tomados de las poesías, impresas e inéditas, del doctor D. Manuel María del Mármol”, escrito en 1833 y publicado en 1834.

Según sus biógrafos, siendo eclesiástico católico, tenía un gran conocimiento de la cultura andalusí y podría ser quien detectó que el nombre “Alfarache” (proveniente del arabismo al-Faray), estaba falto de la primera palabra “Hisn” (castillo), que fue el verdadero nombre de esta fortaleza sobre el cerro, a finales del siglo XII y en las primeras décadas del siglo XIII, antes de la reconquista castellana.

Si quiere leer este poema completo, haga clic aquí.

Además, su influencia llegaría a la administración, a través del discípulo y amigo, el poeta, teólogo, sacerdote, filósofo y maestro de Bécquer, don Fernando Rodríguez Zapata y Álvarez, que incluyó el mencionado poema de don Manuel María, en el material de enseñanza del sistema educativo, en el año 1878.

El cabecero del poema en el año 1878, en el material de enseñanza.

Si bien ya comenzó la denominación actual, a lo largo del siglo XIX, se tuvo que alternar con otros estudiosos, cronistas y autores que seguirían llamando a estos terrenos “San Juan de Alfarache”, como en la obra del periodista, dibujante e hispanista inglés Richard Ford, publicada en 1837 y que, pese a su precisión en la descripción del lugar, mantuvo el nombre oficial, en su guía de viajes por España.

Sección del texto de Richard Ford.

En la prensa, se van alternando las noticias que hacen referencia a San Juan de Alfarache y a San Juan de Aznalfarache. En la publicación "El Corresponsal", de 4 de noviembre de 1842, aparece con la segunda denominación:

Después de aquel primero de 1833, en los mapas ya domina la nomenclatura de San Juan de Aznalfarache, como en este del año 1844 (realizado para el teniente coronel del ejército Federico Salazar).


Curioso es el plano topográfico del Guadalquivir, a su paso por Sevilla, que se elabora el 4 de febrero de 1844 y en el que se dejan puestos los dos nombres:

Mayoritariamente y, como podemos ver en el Atlas de España de Bachiller (es decir, vinculado al sistema de enseñanza formal), del año 1852, esta urbe se identifica como San Juan de Aznalfarache.

Otra curiosidad se da en la "Gaceta de Madrid" (anterior nomenclatura del actual "Boletín Oficial del Estado"), que también modifica el nombre de esta villa, como podemos ver entre los años 1855 y 1872. Sin embargo, oficialmente, todavía constaba el nombre de San Juan de Alfarache.

Listado de números premiados, de 13 de abril de 1855, en "Gaceta de Madrid"; reseñamos San Juan de Alfarache al final de la lista.
Registro de propiedades, de 8 de febrero de 1872, en "Gaceta de Madrid".
Y aun así, también hay otro nombre oficial que nos aparece de forma local, con el sello del Ayuntamiento de Tomares que, como podemos ver, indica: "Tomares y San Juan de Aznalfarache", aunque es fácil encontrarlo, en documentos y listados de la historia sevillana, como "Tomares y San Juan", suponemos que para abreviar la larga nomenclatura del municipio completo.
Sello de Tomares y San Juan, año 1876.
Tras esos casi setenta años de muy probables confusiones con el nombre de nuestra urbe, esta situación confusa y problemática, acabaría el 19 de julio de 1890, con la segregación oficial del término municipal de San Juan de Aznalfarache del Ayuntamiento de Tomares.
Si quiere leer más sobre esta segregación, haga clic aquí.
Si quiere leer más sobre los nombres de San Juan de Aznalfarache en su historia, haga clic aquí.
NOTA: este texto fue escrito por primera vez el 26 de junio de 2025 y, como en otros muchos de este blog, a medida que vayamos conociendo nuevos datos interesantes, los iremos añadiendo progresivamente e indicando qué aspecto concreto del texto fue modificado en estas observaciones finales.

Manuel María del Mármol y su poema desde San Juan de Aznalfarache 1834

"Sevilla, en Andalucía, desde la plataforma de San Juan de Alfarache", pintada por Henry Swinburne, entre 1775 y 1776. 

Manuel María del Mármol (1769, Sevilla – 1840, Córdoba) fue poeta, clérigo, académico, profesor universitario, filósofo, pedagogo y difusor de la ciencia moderna, miembro del grupo de intelectuales (Blanco White, Alberto Lista…), de la Sevilla del último tercio del siglo XVIII y ejerció su magisterio estético y político en las primeras décadas del XIX. En 1784, fue ordenado sacerdote y tras una capellanía en Granada, consiguió el puesto de Capellán Real en la Catedral de Sevilla. Catedrático en Filosofía y Doctor en Teología, llegó a ser Rector de la Universidad y Presidente de la Sociedad Económica y de la Academia de Buenas Letras.

Pudo actuar sobre Mármol la presencia de la huella arábiga en Sevilla y en las murallas de nuestra localidad, lugar en el que pasó largas temporadas y que, varias veces, aparece en su poesía como escenario de las soledades y ausencias pastoriles. Fruto de ello sería el poema “Al nuevo porche en San Juan de Aznalfarache” (1834):

Aquí sus odiadas lunas

puso el Alarbe atrevido,

después de poner la planta

sobre el cuello de Rodrigo.

De aquí á las tendidas vegas,

que corta el undoso río,

y al Español aherrojado

lanzaban su triste brillo.

Aquí se alzó el baluarte,

que al Bétis hizo cautivo,

cuando ántes libre llevaba

á la mar sus dones ricos.

Y no su libertad solo;

perdió hasta su nombre mismo,

con que llegó á ser famoso,

para ser Guadalquivir.

Aquí la memoria yace

de gran pueblo esclarecido,

y el nombre de Aznalfarache

puso al de Osseth en el olvido.

Fama es que hiende las sombras,

nocturna voz de gemido,

que suena Osseth, y que el eco

dice Osseth en un suspiro.

¿Y la pompa, y la opulencia,

que ostentó por luengos siglos

con envidia de los Orbes

el Godo, dónde se ha ido?

Riquezas, y armas, y trono,

y fortuna, y nombre, y ritos,

¡ay!, con los siglos se hundieron,

de la nada en el abismo.

¡Oh, cuánto del veloz tiempo,

oh, cuánto es el poderío!

Ya del Árabe tampoco

hacen memoria estos riscos.

Ni tu valor, ¡oh, Tarfira!,

y más que femenil brío;

ni amor, que á tu pecho llamas,

y velas dio á tus navíos.

Ni de tus ojos los rayos,

ni de tu espada los filos,

a Bonifaz y Fernando,

vencen en naval conflicto.

No con tu sangre vertida

sobre el rico andaluz río

de Arxataf y su morisma

firmó el tiempo el exterminio.

Solo de Tarfira el nombre

borrar no pudo el olvido:

que mucho más que un Tirano

merece un amante fino.

De Omar y Alí la potencia,

que en Arabia y en Egipto,

eslabona cadenas,

para el mundo pavorido.

Se desvaneció cual nube,

se disipó cual rocío,

se desapareció cual sombra,

y cual humo se deshizo.

En vez de lanzas enhiestas

se alzan cipreses sombríos

que, si al cielo dan sus puntas,

á la tierra dan abrigo.

Donde estaban moras tiendas,

está el almendro florido,

y el ciclamor encarnado,

y el jazmín, de Venus hijo.

Los que eran moros adarves,

son vergeles donde al lirio,

alhelí, rosa y viola,

miel liban los zefirillos.

Las lilas y cinamomos,

hijos del Ceylan florido,

las cucúrbitas que Chile

donó á el andaluz recinto.

Dan poso grato á las aves,

á los hombres todo umbrío,

galán adorno á las damas,

bálsamo a los ayrecillos.

Ya garzotas y alquizeles,

flotando, no hacen sus giros;

y á pampanos y claveles,

mecen blandos vientecillos.

A bélicos lelilíes

sucedió lento ruido

de amorcillos, que retozan

desde un olivo á otro olivo.

Entre su verde ramage,

el ruiseñor guarecido,

ó amores canta en redobles,

ó zelos llora en sus trinos.

Verjas cierran y azoteas,

este encantado recinto,

que guardaban ántes fosos

y el alfange damasquino.

Hiergue a los léjos el cuello,

la prenda de Hércules Tirio,

Híspalis, que ennobleciera

Peno, Romano y Fenicio.

La rodean miles pueblos,

la cercan mil caseríos,

cual en torno á madre tierna,

sus menestorosos hijos.

Al pasar, su pie besando

humilde el Rey de los ríos,

desaparece entre ribazos,

se pierde en bosques de mirtos.

Sobre los prados que riega,

pasta cordero y novillo,

y el potro, que veloz trota,

entre céspedes y tilos.

Donde la vista se pierde,

se alzan montañas en circo,

que visten verdes olivas,

y coronan altos pinos.

Las Ninfas, embebecidas,

moran aquí de contino.

Aquí acude el ciudadano

de cuidados oprimido.

De contino aquí se acoge

el cándido pastorcillo,

que ya en su voz dice amores,

ya en su flauta da suspiros.

¡Oh, vergel, émulo hoy

de las florestas de Gnido,

de las selvas de Amathonta

y de los jardines Ciprios!

Salve tú, seguro albergue,

y salve, escondido asilo,

donde mueren los cuidados,

donde se huyen los peligros.

Bullan allá, en las ciudades,

entre su inmenso gentío,

afanes, aun sin buscarlos,

dolores, aun con huirlos.

En esta, tu dulce calma,

descanse el corazón mío,

y deme el Cielo que muera

en tan pacífico sitio.

Respete el avaro tiempo,

confín tan apetecido:

nunca marchite su mano

las bellezas de este Elisio.

Manuel María del Mármol, dibujo publicado en 1845. 

El discípulo del doctor Mármol, Francisco Rodríguez Zapata y Álvarez, en su “Colección selecta de trozos en prosa y de composiciones poéticas en castellano, para uso de los cursantes de la Segunda Enseñanza y de las Escuelas” (1878, segunda edición, segunda parte), publicó también este poema, haciendo varios recortes en varias estrofas, principalmente, aquellas referidas al personaje de Tarfira, que reunidos en la colección de “la defensa de Sevilla”, pertenecen a otro poemario.

En este poema “Al nuevo porche de San Juan de Aznalfarache”, encontramos descripciones del arbolado de la zona y de los alrededores del Guadalquivir. Hay claras alusiones veladas al convento, como “verjas cierran y azoteas, este encantado recinto”, “seguro albergue” o “escondido asilo”. También parece una referencia notable al existente cementerio, existente al menos desde el año 1706, con la referencia “En vez de lanzas enhiestas, se alzan cipreses sombríos que, si al cielo dan sus puntas, á la tierra dan abrigo”.

Y ciertamente, por las descripciones, es muy probable que el porche (espacio enlosado), se trate de la terraza previa a la entrada del templo y del por entonces convento. De hecho, el escritor, periodista y político español, Víctor Balaguer afirma que había inscripciones, empotradas en los asientos del atrio del mismo convento, cerrado con verjas, en las que se lee que fue el sabio Del Mármol el que costeó todas aquellas obras.

El propio Balaguer habla así de este espacio, la terraza de la iglesia, que atrajo a tantísimos visitantes durante varios siglos:

Qué país tan bello no se admira desde su cumbre, cuando sentados sobre los miradores que este eclesiástico formara y cuyos estribos son las antiguas torres de las murallas que rodeaban la altura, se presenta a la vista una inmensa explanada de verdor y cielo, un gran río que la serpentea, una vasta campiña que la enriquece, tantos caseríos y edificios como la pueblan; y allá, en perdida lontananza, el panorama de la gran ciudad que alza su catedral y su Giralda, sus torres y sus iglesias.

Blas Infante, el reconocido iniciador y referente básico del andalucismo, en 1923, dijo desde la terraza de la iglesia: “Si todos los hombres pudieran contemplar el mundo desde esta soberbia atalaya, que nos ofrece la magnífica visión de Andalucía desnuda, tendida sobre alfombra de mágicos verdores, entre horizontes de fulgurante azul […] Esta incomparable maravilla, que podemos contemplar desde aquí” (si quiere leer el discurso completo, haga clic aquí).

También resulta destacable de esta obra el deseo de Manuel María de morir en este lugar, pidiéndoselo a Dios, nombrado como “Cielo”, para acabar “en tan pacífico sitio”.

Que se haya descubierto hasta el presente año 2025, este el primer texto en el que “San Juan de Aznalfarache” aparece con el nombre que denomina a esta urbe en la actualidad. Si bien oficialmente, sería así nombrada en 1890, esta oda publicada en 1834 y cuyo autor contaría con el beneplácito religioso local, es decir, de los frailes franciscanos terceros residentes en la localidad, y con el apoyo escolar, pues luego fue transmitida por su discípulo, el poeta, teólogo, sacerdote, filósofo y maestro de Bécquer, Francisco Rodríguez Zapata, en 1878, en el material de enseñanza del sistema educativo, las estrofas de “Al nuevo porche de San Juan de Aznalfarache”, constituyendo así el inicio de la aparición en la literatura del último y actual nombre de este pueblo.

Si quiere saber más sobre la biografía de Manuel María del Mármol, haga clic aquí.



Fotos de la plaza de la iglesia, aquel porche que han acabado tapando las copas de los árboles.

Bibliografía.

-BALAGUER, V. (1851, 3ª edición): “Los frailes y sus conventos: su historia, su descripción, sus tradiciones, sus costumbres, su importancia” (tomo II). Barcelona, Editores Hermanos Llorens (páginas 201-209).

-DEL MÁRMOL, M. M. (1816): “Intervalos de mi enfermedad, o Pequeña colección de poesías ligeras”. Sevilla, impreso por Aragón y Compañía.

-DEL MÁRMOL, M. M. (1834): “Romancero o pequeña colección de romances, tomados de las poesías, impresas e inéditas, del doctor D. Manuel María del Mármol, dedicada y presenta por él mismo a la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, el 17 de mayo de 1833” (Tomo I). Sevilla, Hidalgo y Compañía.

-DEL MÁRMOL, M. M. (1834): “Romancero o pequeña colección de romances, tomados de las poesías, impresas e inéditas, del doctor D. Manuel María del Mármol, dedicada y presenta por él mismo a la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, el 17 de mayo de 1833” (Tomo II). Sevilla, Hidalgo y Compañía.

-REY, J. (1990): “La Pasión de un ilustrado”. Sevilla, Fundación Fondo de Cultura de Sevilla.

-RODRÍGUEZ-FERRER, M. (1845): “El doctor D. Manuel María del Mármol”, en “Semanario Pintoresco Español”, con fecha 21 de diciembre de 1845 (Año 10, Nº. 51), páginas 393 a 396. Madrid, Imprenta de D. Vicente de Lalama.

-RODRÍGUEZ ZAPATA Y ÁLVAREZ, F. (1878, 2ª edición): “Colección selecta de trozos en prosa y de composiciones poéticas en castellano, para uso de los cursantes de la Segunda Enseñanza y de las Escuelas” (segunda parte). Sevilla, impresión de Gironés y Orduña.

"El Duelo", obra presuntamente desarrollada en San Juan de Aznalfarache, 1832

Grabado del artista sevillano Antonio María Esquivel realizado para este relato.

Bibliografía: “El Panorama”, 22 de noviembre de 1838 (Número 8).

Este relato en cuatro capítulos, hace referencia al rey español Enrique II (1369-1379, rey de Castilla, fue llamado "Rey de las Mercedes"), por lo que, aunque escrita en 1838, hace referencia al siglo XIV.

Capítulo I.

Aún se conserva en Sevilla la tradición de un terrible suceso acaecido en sus alrededores, por los tiempos del rey Don Enrique II, hermano, matador y heredero de Don Pedro el Cruel. Refiérenlo las abuelas, con misteriosa solemnidad, porque encierra una tremenda lección para las doncellas casquivanas y ligeras y, óyenlo, con susto, las nietas, porque acaso su conciencia no está muy desembarazada de esta falta. Yo lo refiero con buena intención, aunque considero superflua la moral que de él se deduce, y estoy convencido de que ninguna de las lindas muchachas que conozco, y que son demasiadas para mi sosiego, haría lo que la heroína del cuento, aun cuando una y mil veces se hallasen en semejante caso. Y puedo asegurar esto con tanta más firmeza, cuanto que, por mi parte, no he dejado de hacer, lo que ha estado en mi mano para hacerlas pecar; pero, en honra suya y vergüenza mía sea dicho, ni una sola ha consentido en dar oídos a mis amorosas declaraciones, no solo hallándose comprometidas con otro, pero ni: aun cuando estaban vacantes. Yo lo atribuyo esto a constancia o recato; y cuando alguno de mis amigos se empeña en probarme que debo atribuirlo a que soy feo, (lo que es verdad), tonto (lo que es mentira) y poco diestro (lo que no es ni mentira ni verdad), se me exalta la bilis, y le pongo de calavera, libertino y desmoralizado, que no hay más que pedir. Pero vamos al suceso de Sevilla que es lo que importa.

Saliendo de la capital de todas las Andalucías por la puerta que llaman de Triana, pasando enseguida el puente de barcas construido sobre el Guadalquivir, atravesando después el arrabal, que da nombre a la puerta, y tomando finalmente una dirección al sur, sobre poco más o menos, hasta tropezar con el río que, haciendo un recodo, parece huir de su natural término, que es el Golfo de Cádiz, como sintiendo abandonar aquella verdadera tierra prometida que sus aguas fertilizan, se llega a San Juan de Aznalfarache, lindísimo pueblecito que, situado en la ladera de un monte, se extiende, formando anfiteatro, hasta que las ondas del Betis mojan las paredes de sus casas. En lo más alto del monte había, no hace muchos años, un convento de monjes, que ignoro si aún existe, por supuesto con su ex correspondiente, o si acaso, ha dejado de existir para mayor honra y gloria del vandalismo y provecho de los aficionados a demoler gratis. Era y es la situación de este convento, una de las más deliciosas que puede un poeta imaginar: cercado de jardines, en donde crecían árboles de toda especie, incluso el oloroso naranjo, la elegante palmera y el hermoso granado; y desde cuyos límites se extendían hasta perderse de vista prados de rosas, cuyo balsámico aroma llenaba la atmósfera en la risueña primavera, dominando la extensa llanura, donde alza su frente la soberbia Sevilla, y que recorre, en pintorescas sinuosidades, el rio grande por excelencia, ofrecía una morada tan apetecible que, usando de una frase propia del amplificativo lenguaje de mis paisanos: “desde allí, al cielo”.

Este convento, antes de llegar a serlo y, por consiguiente, de dejarlo de ser, era Castillo fuerte que los moros presidiaban con gran cuidado, y que pasó a poder de los cristianos, cuando el piadoso rey Fernando III, de santa memoria, conquistó Sevilla. No sé yo a poder de que prócer vino a parar después de la conquista, ni tampoco interesa al lector saberlo, pero es lo cierto que, por los años, en que sucedió el caso que voy a tener la honra de referir, para escarmiento de coquetas, si es que las hay, que yo tengo para mí que no, y sí solo hombres fatuos, dependía de él, como feudo de vasallo noble, una casa de campo o castillejo situado en las cercanías y no lejos de Valparaíso, magnífica hacienda, en cuya alabanza baste decir, que no desmiente el nombre que lleva.

Llamábase el hidalgo destripaterrones, que poseía dicho castillejo, Diego de Vargas, el cual era viudo de una santa mujer, que se fue al cielo después de una vida útilmente oscura y devota, dejando una hija que, en el tiempo a que se refiere nuestra historia, tenía dieciocho años, pasando, con perdón de mis lectoras sea dicho, por un portento de belleza y donaire. Esta hija era prometida esposa de otro hidalgo, algo más rico que nuestro hidalgo, y hombre de tan cumplidas prendas como entonces se estilaba; pero debemos tener presente que este casamiento se acordara, no por influjo de la autoridad paterna, que estaba muy lejos el buen Vargas de ser un padre tirano, sino por el acuerdo y con sentimiento de los novios, que tiernamente se amaban.

Sucedió pues que, cuando ya faltaba muy poco tiempo para las bodas, vino a interrumpirlas una guerra que, al rey de Castilla suscitó un descomunal rey moro, bastante necio para creer que, con las fuerzas de su reino, no mayor que los estados de algunos primos del emperador de Austria, podía contrastar las ya muy respetables de la monarquía que, en una cueva, fundó Pelayo. Hizo el soberano llamamiento a los señores de pendón y caldera, horca y cuchillo; y al olorcillo de futuros saqueos y nuevas adquisiciones acudieron muchos con sus gentes y con tremendas ganas de andar a porrazos con los verdaderos creyentes, vulgo, mahometanos.

No fue de los últimos en acudir el propietario de San Juan de Aznalfarache, después de reunir a su tropa, compuesta de sus vasallos, y de los vasallos de estos vasallos. Entre los de primer grado se contaban Diego de Vargas y su futuro yerno, Ramiro García que, fieles a su deber, alistaron entre ambos unos cuarenta peones, y despidiéndose de Blanca, que así se llamaba la hija del uno y novia del otro, que dejaron confiada al cuidado de una reverenda dueña, tan sobrada de años, tocas e hipocresía, como taimada, codiciosa y sinvergüenza, partieron para la guerra llenos de buenas esperanzas y con sendas alforjas en que recoger el botín.

Capítulo II.

Habrían pasado ya como unos tres meses desde la partida de los dos hidalgos, cuando una noche, se hallaban juntas en una habitación del castillejo, Blanca y la dueña encargada de su custodia. La primera, sentada en un sitial, con la mano puesta en la mejilla, parecía entregada a la meditación, al paso que la segunda, de pie y apoyados los codos en el respaldo del sitial, hablaba con calor, como procurando persuadir a la muchacha. La actitud de ambas hubiera servido para figurar una escena de tentación con exquisita propiedad.

-No, Lupercia (dijo al fin Blanca). No conseguirás persuadirme de que mi conducta es honrada. ¡Engañar así al pobre Ramiro, que tanta confianza tiene en mí y que tanto me ama! Es cosa muy mal hecha por más que digas.

-¿Es decir que, por guardar una necia fidelidad a un hombre que acaso, a estas horas, os tendrá olvidada, queréis despedir a la buena suerte que se os entra por la casa, y llenar de pena a un bizarro mancebo, noble como el rey y aún más rico, que os adora, y que desea, con ansia, casarse con vos?

-¿Y por qué D. Alfonso ni ha ido como todos a la guerra? (preguntó Blanca sin contestar a la pregunta de la vieja).

-Porque estaba enfermo cuando el llamamiento, porque se quedó para cuidar los bienes de su señor padre, que fue quien marchó y, sobre todo, porque el amor entrañable que os tenía le hacía mirar como peor que la muerte el separarse de vos.

-Ya (dijo con tristeza Blanca).

-Conque (prosiguió la dueña), lo que os conviene es dar a ese buen joven el deseado “sí” en la entrevista de esta noche, labrando su dicha y la vuestra.

-¿A qué hora ha de venir?

-Acaso estará ya en el jardín. Vamos.

-Vamos (dijo Blanca).

Y siguió a la dueña con forzado paso.

Cuando llegaron al lugar de la cita, ya estaba allí el ponderado mancebo que, en efecto, merecía, por su talle y ricos vestidos, las alabanzas de la vieja. Luego que esta los vio juntos, se retiró discretamente a un lado, dejándolos en libertad de requebrarse

a su sabor.

Por más remordimientos que sintiese Blanca, cuando no se hallaba a la vista de su nuevo amante, todos desaparecían en su presencia, y solo quedaba el placer de

verse querida por tan apuesto y cortesano doncel. Así sucedió en la noche que pasó la entrevista mencionada, cuya menuda relación omitiré, tanto porque la tradición no la refiere, cuanto porque no habiéndome yo visto nunca en semejante caso, no podría suplirla de mi caletre. Podemos, pues, suponer pensando piadosamente que, todo se redujo a conjugar a dúo el verbo “amar” en todos sus modos, tiempos y personas y que, al llegar la hora de separarse, mediante las repetidas instancias de la vieja, ambos habían sacado lo que el negro del sermón: los pies fríos y la cabeza caliente.

Nadie vino a interrumpir su amoroso coloquio, que se acabó con disgusto de los dos, y quedando cada uno a cual más satisfecho del otro. Blanca y la dueña entraron en la casa y todo quedó por entonces en silencio.

Capítulo III.

Cuando el rey Don Enrique vio acudir a su llamamiento a tanta gente, dicen que le pesó de ello porque, si bien le conocen las crónicas por el Rey de las Mercedes, y se cuenta de él que era en extremo aficionado a dar, todavía no pudo menos de ocurrirle que muy poca parte iba a tocarle de lo que se conquistase. puesto que la natural superficie del país enemigo bastaba apenas para contener el ejército que se le reunió.

Traíale pesaroso esta circunstancia, no sabiendo cómo acudir a su remedio, porque no se atrevía a despedir a nadie, temeroso de disgustar a los licenciados, y dar ocasión a otras revueltas civiles como las que habían ensangrentado la monarquía, hasta concluir el reinado anterior. Por tanto, entretenía a sus huestes, sin dar principio á la guerra con alardes, festines y torneos, esperando que, acaso el tiempo, le facilitaría los medios para salir del atolladero.

Este recurso de esperar, tan usado como fatal en España, y que tantos males nos ha causado, tuvo para el rey Don Enrique los mejores resultados: porque el mal aconsejado moro que, con tanta sobra de orgullo y falta de prudencia, había provocado la lid, conoció al fin, cuando le noticiaron el numeroso ejército que contra él se aprestaba, el insigne disparate que había cometido: hizo un cambio de ministerio a la musulmana, es decir, mandando degollar al saliente, bien convencido de que así lograba no ser aconsejado mal dos veces por la misma persona, buscó otro que, por el pronto le aconsejó mejor y, de sus resultas, se despacharon embajadores al rey de Castilla, cargados de presentes, de sumisiones y de ofertas.

Llegaron estos al campamento cristiano y, teniendo cuidado de mostrar primero los regalos, expusieron enseguida con la mayor agudeza: Que la paz es el primero de los beneficios que puede la providencia otorgar a los pueblos y que, convencido de ello, su insigne y poderoso señor Tarif-ben Muza, quería ajustarla, firme y duradera, con su augusto amigo y compañero el rey de Castilla.

Don Enrique, antes de responder, hizo que le estimasen el valor de los regalos; calculó cuánto le costaría mantener su ejército, en el tiempo que durase la guerra; pesó la dificultad casi insuperable de contentar a los poderosos vasallos que le ayudasen a vencer; y todo bien balanceado, halló que la proposición del moro le era muy ventajosa; y componiendo el semblante, que la aridez del cálculo había anublado, contestó con suma amabilidad a los embajadores: Que la triste necesidad de hacer la guerra, tenía en extremo afligido su real ánimo y que, para dar una prueba evidente de su amor al bienestar de sus pueblos, se dignaba aceptar, en todas sus partes, las proposiciones del poderoso Tarif ben-Muza, su buen amigo. Arreglado esto, se publicó la paz al son de trompetas y tambores. Los tontos aplaudieron como siempre, y los reclutas se alegraron; pero los soldados viejos y los señores de vasallos, que esperaban sacar la tripa de mal año en la guerra, dieron el armisticio a dos mil diablos, y sólo callaron porque la opinión era contra ellos y, porque la opinión, por más que digan cuatro majaderos, ha sido, es y será siempre la reina del mundo.

No fueron nuestros dos hidalgos de los que menos maldijeron la importuna paz que destruía sus esperanzas de saqueo; pero como el mal no tenía remedio, hubieron de cargar una acémila con las alforjas vacías y, seguidos de sus peones, tomaron el camino de vuelta a su casa, después de despedirse del buen Don Enrique, que tan mala treta les había jugado, estorbándoles andar a trastazos con los vasallos del sublime Taríf-ben Musa, rey tan poderoso, como Mahoma es verdadero profeta, como la reina de España es duquesa de Borgoña y de Brabante, condesa del Tirol y de Flandes, y reina de las dos Sicilias y de Jerusalén, como el bajá de Egipto es vasallo del sultán de Turquía, como está floreciente en España la literatura, como tienen buena fe los partidos, y como otra porción de cosas semejantes que los hombres se han convenido en conceder cual ciertas, sin que haya chico de escuela que no sepa, que son mentiras de a folio.

Mis lectores no podrán menos de saber que, en tiempo de Don Enrique II, no había imprenta, ni periódicos, ni partes oficiales, ni correos y, por consiguiente, no extrañarán que les asegure que, desde la salida de los dos guerreros, no había tenido Blanca razón de su padre ni de su amante; lo que ella tampoco extrañaba, porque sabía que, en su tiempo, no estaban las comunicaciones tan expeditas como nosotros sabemos que lo están en el nuestro, cuando a Palillos, Cabrera, el Manco, el Abuelo, Perdiz y a otros héroes semejantes no les ocurre cosa en contrario. Por tanto, ya hacía días que la paz estaba hecha, el ejército disuelto, y nuestros viajeros en camino, sin que los pacíficos habitantes de San Juan de Aznalfarache tuviesen el más leve antecedente de acontecimientos de tanta monta.

Llegaron los dos hidalgos a Sevilla ya bien entrada la noche, y allí hizo el suegro, a su futuro yerno, la formal proposición de que descansasen un buen rato, y bebiesen un trago de no mal vino, pero el segundo, que ansiaba por volver a ver a su novia, lo desaprobó altamente, y viendo que el otro insistía, propuso a su vez, que vista la cortísima distancia que les quedaba que andar, él se adelantaría, solo para gozar de la amorosa alegría con que la sorprendida Blanca habría en su concepto de recibirle, y que el papá-suegro le seguiría, después de echar un trago y quitarse el polvo del camino. Como esta segunda proposición a todos satisfacía, fue aprobada por unanimidad.

El buen Ramiro montó a caballo y, aguijado de su amor, se halló muy pronto en las cercanías de la casa de su amada. Gozando de antemano con la alegre sorpresa que su llegada iba a causar a Blanca, quiso que la peripecia fuese tan repentina como debía serlo para causar grande efecto y, llegado a la valla de pitas que cercaba el jardín, desmontó y, dejando los caballos al cuidado de su escudero, entró por un portillo, practicado en el vallado por él mismo en otro tiempo, para sus amorosas citas. Ya en el jardín, no pudo menos de ocurrírsele que la noche estaba muy adelantada, y que la agradable sorpresa iba a quedar fallida, supuesto que la puerta de la casa debía estar ya cerrada a tales horas y todos recogidos, siendo por consiguiente imposible entrar repentinamente, y sin que el alboroto de los criados al abrir no informase de antemano a Blanca. Turbado con este pensamiento y con la idea de interrumpir el sueño de su amada, se sentó en un banco de madera, que entre el follaje había, llamando en su ayuda a toda la industria de que era capaz para salir del apuro.

En esto sintió pasos; sobresaltóse pensando en quién podía ser y, sacando con cuidado la cabeza por entre las ramas, vio a un caballero, pues el escaso resplandor de la luna, casi oculta por grandes grupos de nubes, le permitió ver la espada y rico vestido, que se paseaba tranquilo y silencioso.

El primer movimiento de Ramiro fue gritar “quién va”; el segundo, esperar oculto y ver qué hacia allí aquel hombre. No tardó en saberlo por su desgracia, pues quiso la suerte que aquella fuese la noche de la cita que en el número anterior dejamos descrita.

Ramiro lo vio y lo oyó todo: pintar la rabia, la desesperación, la sed de venganza y todos los violentos impulsos, que de su corazón se apoderaron, sería imposible. Baste decir que al pronto le parecía estar soñando, y reusaba creer lo mismo que veía; después, quiso arrojarse sobre los dos pérfidos que así trataban su honor y despedazarlos entre sus manos; pero, últimamente, resolvió a la española: esperar al fin de la cita y vengarse luego, como caballero, del hombre que le robaba su amada.

En efecto, no bien el favorecido caballero se había despedido de Blanca, que se entró con la dueña en la casa, cuando salióle al encuentro Ramiro, ardiendo en ira y con la espada en la mano:

-Defendeos (le dijo).

El caballero quedó sorprendido; pero puso, sin embargo, mano a la espada.

-¿Quién sois y qué me queréis? (preguntó a Ramiro).

-Soy un hombre ofendido que quiere vengarse.

Y sin dar tiempo a más razones cerró con su contrario, y ambos principiaron encarnizado combate. La sangre de los dos corría en abundancia y el furor de Ramiro no disminuía; hasta que al fin este atravesó el pecho del caballero, que cayó al suelo, pidiendo a gritos confesión.

Ramiro trató de acudir a él; pero no pudo, porque le faltaron las fuerzas, y cayó también en tierra. Sin embargo, los gritos del caballero llegaron a los oídos de la dueña, que dormía en un extremo de la casa, cercano al punto del combate y que, después de haber acompañado a Blanca a su habitación, rezaba a sus devociones antes de acostarse. Cogió asustada una antorcha y salió a ver la causa de aquel ruido. Diego Vargas, que llegaba en aquel punto, saltó con varios criados la cerca del jardín, en donde había oído los gritos. Reuniéronse todos y, llegados al lugar del combate, se ofreció a sus ojos el lastimoso espectáculo que sabe el lector.

Acudió el buen hidalgo a su amigo y, cogiéndolo entre sus brazos, advirtió que no había espirado. El otro ya no existía

Capítulo IV.

Quince días después, fue públicamente azotada por las calles de Sevilla la dueña, y puesta después en un encierro; pero ninguna de sus compañeras escarmentó.

Ramiro estaba más aliviado de sus peligrosas heridas, pero se cuenta que este sí escarmentó y que, al cabo de muchos años, murió soltero.

Blanca, al saber tan funestos acontecimientos, perdió el juicio para no volver a recobrarlo. Su manía era en extremo singular: llegó a figurársele que todos los hombres que la hablaban, la hacían declaración de amor, y que ella no podía dejar de corresponderlos; y lloraba, y se desesperaba de su debilidad, pero como su locura era incurable, pasó la vida soñando desgracias y respondiendo a amorosas querellas que solo en su imaginación existían.

J. VARELA.

Comentarios a esta obra:

-El autor firma como J. Varela, autor desconocido del que no encontramos biografía y resulta difícil pensar que se trate del escritor Juan Valera (nacido en Cabra, Granada, en 1824), pues lo habría escrito con solo 14 años y, según leemos en sus biografías, no tiene relación con Sevilla y su entorno.

-En el texto, destacamos las referencias a nuestra lo calidad, sin embargo, la indicación sobre el lugar concreto de desarrollo de los hechos que se narran en este relato: “una casa de campo o castillejo situado en las cercanías y no lejos de Valparaíso”, parece indicar que se tratara de la hacienda Simón Verde, por lo que estos no se desarrollarían en el término municipal de San Juan, sino en Gelves. Ciertamente, no es el primer estudioso que confunde esto, pues la hacienda se halla limítrofe con nuestra localidad.

-El grabado que describe la escena principal de este relato es del destacado y prolífico artista sevillano Antonio María Esquivel (Sevilla, 1806 – Madrid, 1857).

Robo de 50 pesetas en San Juan de Aznalfarache, julio de 1893

Imagen realizada con inteligencia artificial. “El Noticiero Sevillano, diario independiente de noticias, avisos y anuncios”, Sevilla. Sábado...